Además de enmarañar el panorama político nacional con otra ecuación que parece irresoluble por el resurgimiento del ya casi amortizado prófugo, los resultados en Cataluña nos dejan una enseñanza que la imperfecta democracia española no nos había ofrecido hasta ahora en casi medio siglo de balbuceante desarrollo. Hemos aprendido una lección que nos teníamos merecida, y que viene nada menos que de la vicepresidenta segunda del gobierno, siempre preocupada por aleccionar a los ciudadanos con lo que está bien y lo que está mal en nuestras perdidas, atormentadas vidas. Yolanda ha señalado que los catalanes han votado bien. Ella cree que los votantes han acertado al conceder al destino la posibilidad de que el gobierno de la comunidad autónoma pueda ser de izquierdas y por supuesto en él esté integrada su plataforma política, pese a que ha perdido dos de los ocho escaños que tenía. O el resultado le ha gustado mucho, o ha tapado de una forma triunfalista el retroceso de sus compañeros que además habían forzado implícitamente el adelanto electoral.
Hasta ahora conocíamos el voto útil, en el que se amparan los votantes que creen inútil apoyar a una fuerza política, aunque sea su preferida y eligen otra con diferentes posibilidades. También el voto joven, que todos los partidos se disputan porque supone ser depositario de la confianza de las nuevas generaciones. El voto rogado, la muletilla que se inventó la nueva política para definir la inaceptable solicitud que los residentes en el extranjero tenían que hacer para ejercer su derecho a votar. El voto del miedo es otro de nuestros clásicos, muy querido por los que mandan en las democracias enfermas, porque o me votáis a mí o todas las plagas bíblicas caerán sobre vosotros. Y el voto de castigo, la forma de manifestar el enfado con el poder que ha tumbado tantos gobiernos en el mundo. Pero no sabíamos que en el catálogo también hay un voto bueno, que necesariamente conlleva la otra cara de la moneda, el voto malo. Si me votas a mí, has votado bien. Si votas a mis adversarios ideológicos, eres malo tú y es malo tu voto. Entre esta concepción de los procesos electorales y los plebiscitos bananeros hay una línea separadora muy fina. Y se mete de lleno en un territorio que Orwell ya exploró: os vigilo, portaros bien, pensad como yo os diga y obrad como os indiquemos. Siempre que tengáis el molesto engorro de votar, votad bien, o lo que es lo mismo, votadme a mí.
Sus enemigos no han tardado en recordarle lo ocurrido hace solo tres meses en el pueblo coruñés de Fene del que es natural. De los diez mil electores que podían votar el pasado mes de febrero en las elecciones de Galicia, solo trescientos votaron bien, lo que traducido en una regla de tres significa tres de cada cien. Los demás fueron muchos, pero fueron malos votantes aunque seguro que son reconducibles.