Fernando III, cuyas conquistas de Córdoba y Sevilla fueron trascendentales, pasó a la Historia, apodado así y canonizado como el Santo. Su hijo Alfonso X, lo hizo como el Sabio, y lo fue, sin duda, y su influjo en tal sentido traspasó todas las fronteras y países. Su labor es por todos conocida y unánimemente valorada.
Ante ello, su peripecia guerrera y reconquistadora ha quedado ensombrecida, pero lo fue, y sobre todo de joven, siendo infante, dio muestras de valor, decisión y capacidad estratégica, aunque no terminara muy bien en este aspecto su reinado.
En esta entrega de La Pluma y la Espada, antes de adentrarnos en su magna obra, vamos a prestar atención a esta faceta suya más desconocida.
Sus restos yacen en dos sepulcros diferentes, uno en la catedral de Murcia y otro en la de Sevilla (imagen).Vino al mundo en el año 1221 en una ciudad que quedaría después para siempre ligada a su figura, Toledo. Era el hijo mayor de la pareja real, el citado Fernando III y su esposa Beatriz de Suabia, nieta del emperador del Sacro Imperio Germánico, Federico II Barbarroja, al que aspiraría su hijo obteniendo en sus pretensiones tan solo grandes dispendios y aún mayores disgustos.
Era el heredero de la ya definitivamente unificada Corona de León y de Castilla, a la que añadía aún otros títulos menores. Fue criado en tierras tanto castellanas como leonesas y también galaicas, aprendiendo aquí ese idioma que cultivaría a veces en su prosa, como hizo en algunas de las Cantigas que por ello le han sido atribuidas a su propia pluma.
Tras un primer período de aprendizaje con sus ayos se le llevó a la corte, a la sazón en Toledo, y allí recibió ya la esmerada educación en todos los aspectos que a un futuro rey correspondía, tanto en la faceta militar como en la humanística, y en ambas demostró grandes dotes y aptitudes, completándolas con mucho provecho.
Siendo aún muy niño ya participó, más bien estuvo presente, pero sin combatir dada su temprana edad -apenas 10 años-, en una gran incursión de las tropas castellanas contra los moros en la zona de Jerez, donde los nobles que iban al frente y lo custodiaban propinaron una severísima derrota a los musulmanes, comandados por el emir Ibn Hud, que él siempre recordó con orgullo y rememoró cuando fue de nuevo, a su regreso, entregado a su padre en la ciudad de Palencia.
Quedó al poco de aquello, en el año 1235, huérfano de madre y su padre ya decidió, como heredero, antes de cumplir los 20 años, casa propia y comenzó a participar tanto en las operaciones militares a su lado como a dirigir alguna que don Fernando le fue encomendando.
La primera batalla
Su primera operación de envergadura en solitario, al estar su padre enfermo y sustituirle al mando, fue la conquista del reino de Murcia, que comenzó en el año 1243 y que culminaría con la anexión del territorio, bien a base de negociaciones o por la fuerza de las armas, caso de Lorca, Mula y Cartagena, en 1245, tras haber firmado un acuerdo con su futuro suegro Jaime I de Aragón, el Conquistador, al casarse al poco con su hija Violante, en el que establecieron las fronteras entre ambos territorios, decisivas en el futuro para la suerte de toda aquella zona de España.
Acompañó después a su progenitor en el último asedio a Jaén y a su entrega por parte del iniciador de la dinastía nazarí, Al Ahmar, a cambio de quedarse en Granada y Málaga, como vasallo de Castilla. Al año siguiente, tuvo que partir a Portugal para ayudar al rey de aquel país, Sancho II contra su hermano, que le disputaba el trono, consiguiendo asegurarle en el mismo. Tras ello, volvemos a encontrarle, ese mismo año, al lado de Fernando III, y según las crónicas en primera línea de batalla, en el cerco y toma de Sevilla (1248), que fue el definitivo mazazo al poder musulmán en el valle del Guadalquivir.
Muerto su padre en 1252, quedó ya como rey de Castilla y de León y comenzó su ejercicio del poder con una gran actividad y amplias reformas en los más diversos ámbitos.
Muy importante fue la repoblación por parte castellana de los territorios tomados a los moros en el alfoz de Sevilla con un doble objetivo. Por un lado, asentar población cristiana y proteger los lugares más vulnerables, y por otro, económicas, mejorando la explotación de los territorios. El reparto, tanto de casas en el casco urbano como de tierras, alcanzó a todos, pero en ello se llevaron la parte más importante las familias nobles y los cercanos a la Corte, aunque hubo también para los soldados que habían participado en la conquista e incluso para gente venida después de todos los lugares de Castilla. Se hacía un distingo. En los lugares que habían resistido y habían sido tomados a la fuerza y por asalto o rendidos tras un cerco, los musulmanes eran expulsados y despojados de sus inmuebles y tierras, pero las que habían pactado su entrega, muchos de ellos en las zonas serranas de Córdoba y Jaén, los conservaban. Pagaban los impuestos correspondientes a la Corona y mantenían tanto sus cultos como cierta autonomía política.
El sistema acabó por explotar con las rebeliones de los mudéjares, que en ocasiones pusieron en peligro el dominio sobre grandes poblaciones, como Jerez, e importantes territorios, y concluyeron en la más grande de todas, acaecida en 1264, tanto en Andalucía como en Murcia y que acabó en el primer lugar con una drástica expulsión de los mudéjares cuando fueron sometidos. Tras ello, las órdenes militares, sobre todo las de Santiago, que ocupó Estepa, Segura y Medina Sidonia, la de Calatrava, Martos y Alcaudete y la de Alcantara y Morón, se encargaron de custodiar los enclaves más conflictivos. Paralela a esta repoblación en territorios antes dominados por los musulmanes hizo también un esfuerzo por fundar villas en diferentes enclaves para potenciar allí el poder real en detrimento de la nobleza o de las órdenes de caballería. Cangas de Tineo, Aguilar de Campoo, Treviño, Tolosa o Santa Marta de Ortigueira son ejemplo de lo primero y la de Ciudad Real de lo segundo para contrarrestar el dominio en esa zona de los calatravos. A la postre, aquello le supondría un enfrentamiento con el sector nobiliario que amargaría la parte final de su reinado.
Rebeliones mudéjares
Los mudéjares fueron en principio su primer gran quebradero de cabeza. Al año siguiente de la conquista de su padre y antes de morir su progenitor ya hubo que acabar con las primeras rebeliones en Lebrija, Arcos, Medina y Sidonia, Niebla y Jerez. Estos dos últimos lugares fueron especialmente combativos y no pudo sofocarse del todo hasta 10 años más tarde.
Entonces decidió la expulsión de toda esa zona y comenzó a repoblar con cristianos tanto esos enclaves como el Puerto de Santa María y Cádiz, que había conquistado en 1262. Dos años antes había encabezado un ataque al otro lado del Estrecho atacando y arrasando el puerto de Salé (Rabat).
Pero cuando pensó que tenía la situación controlada, estalló una revuelta aún más fuerte y auspiciada además por el reino granadino. De nuevo, los de Jerez encabezaron el motín, apoderándose del alcázar y siendo secundado otra vez por Arcos, Nebrija y Medina Sidonia.
La situación fue aún peor en Murcia, pues allí partiendo de Lorca, los rebeldes se apoderaron de muchas plazas y tuvo que ser el rey aragonés, Jaime I, quien acudiera en socorro de los castellanos para lograr contenerlos y luego conseguir vencerlos. Fue el Conquistador quien retomó Murcia en 1266 y cambió el signo de la contienda, quedando aplastada la rebelión. Alfonso X pudo entonces centrarse en Jerez, que seguía resistiendo, y finalmente completar la campaña con su toma en octubre de aquel mismo año. Las consecuencias de todo ello fueron nefastas, pues muchos mudéjares fueron expulsados o huyeron, y buena parte del valle del Guadalquivir volvió a despoblarse.
Un innovador
En lo que si alcanzó un indudable éxito fue en el desarrollo de la ganadería, especialmente en la ovina, pues fue en su tiempo cuando se definieron y trazaron las Cañadas Reales para la trashumancia de los rebaños: la leonesa, la soriana, la segoviana y la manchega; y se creó el Honrado Concejo de la Mesta que tanta importancia y significado tendrían desde entonces y en los siglos posteriores. Pero volvió a pinchar en hueso con sus intentos de reforma y homogeneización fiscal y legislativa de los territorios que gobernaba.
Lo primero le enfrentó con aquellos que vieron aumentados los tributos y lo segundo con quienes entendían que se vulneraban sus derechos o sus privilegios. Su mayor aportación fue un código legal unificado para todo el reino y para ello creo un grupo selecto de juristas para que lo elaborara y que tomaron el nombre de Las Siete Partidas, que fueron redactadas entre 1256 y 1265 y que tuvieron una enorme trascendencia que incluso desbordó las fronteras hispanas en todo el mundo del Derecho.
Otro acto de enorme avance y de consecuencias de mucho calado fue el de la reunión de las primeras Cortes de las que hay noticia y que tuvieron lugar por primera vez en León en 1188. Se convirtieron desde entonces en instrumento habitual de consulta y hasta de Gobierno. A ellas acudieron los tres estamentos: nobleza, clero y tercer estado, compuesto por los procuradores de las villas y ciudades.
Alfonso X fue en todos estos aspectos un gran innovador y hasta un punto revolucionario. Y ello le acabaría por enfrentar a muchos y costarle caro. Las grandes familias nobiliarias, los Haro y los Lara, junto a otros de importancia -los Castro, Guzmán, Meneses, Fróilaz, Saldaña, Cameros, Girón o Trastámara-, habían sido muy favorecidos en los repartimiento de tierras y obtenido enorme propiedades en el sur. Durante los primeros compases de su reinado le apoyaron, pero en la última parte, al ver amenazados sus privilegios por sus reformas fiscales, se volvieron contra él, como también lo hicieron sus propios hermanos, a uno de los cuales Fadrique hizo ejecutar, y al cabo su propia mujer, Violante y su hijo Sancho, tras la muerte del primogénito, Fernando de la Cerda.
Este había sido su principal sostén cuando hubo que enfrentarse tanto a los nobles como a una nueva invasión africana, la de los benimerines, que con la de almorávides y almohades habían creado un poderoso imperio en el Magreb y comenzaron a hostigar de nuevo a la Península, aliados con el reino nazarí de Granada, que buscaba sacudirse el pago comprometido de tributo. Alfonso había atacado Salé, el puerto de Rabat, logrando asaltarlo, pero acabó por retirarse.
Lucha de nobles
Los nobles habían protagonizado una verdadera revuelta (1272), con un hermano del rey, Felipe, dirigiéndolos, desnaturalizándose del Monarca y yéndose con sus mesnadas nada menos que al reino moro de Granada como señal de desafío. El infante don Fernando logró con una habilidad muy destacable el resolver la situación y por un lado consiguió que la nobleza volviera en cierto modo al redil y por otro firmar paces con benimerines y granadinos. Pero la desdicha quiso que muriera en plena juventud en el año 1275. Fue entonces Sancho, segundo de sus hijos, quien ocupó su lugar en la sucesión al trono de acuerdo con el derecho consuetudinario castellano. Pero según el Romano, ya contemplado en Las Siete Partidas, sus sucesores legítimos tenían que ser los hijos, niños de muy corta edad, llamados los infantes de la Cerda, de Fernando. El rey se inclinó por la opción primera y con ello, la balanza se inclinó del lado de Sancho, quien fue reconocido como heredero, aunque el soberano intentó que para los desheredados niños se creara un reino, en Jaén, lo que enfadó entonces a su hijo y devino en un posterior conflicto donde el padre acabó maldiciéndolo.
Antes, ambos habían tenido que sufrir la nueva invasión de la Península por el sultán meriní, alentado por los granadinos. Conquistó Tarifa y Algeciras y derrotaron a las tropas castellanas en la batalla de Écija y luego asolaron las tierras de Jaén y Sevilla, antes de reembarcarse, manteniendo en su poder Algeciras. Tras una tregua de dos años, volvieron en 1277 arrasando el Aljarafe y llegando a cercar Córdoba en otra terrible incursión. Al año siguiente, el rey intentó tomar Algeciras tras sufrir una cruel derrota de la armada castellana contra la flota mora. El cerco quedó frustrado.
Nuevas sublevaciones
No todo fueron fracasos, Alfonso y su hijo Sancho lanzaron duros ataques contra los nazaríes granadinos y les causaron tanto daño que estos aceptaron retornar al pago de las parias para que finalizara el hostigamiento. Pero fue entonces cuando quien se le sublevó fue uno de sus hermanos, el infante Fadrique, cuando El Sabio se encontraba enfermo, con la pretensión de apoderarse del trono desplazando a Sancho. Repuesto ya el Monarca y apresados los conjurados, ordenó su ejecución, incluyendo también la de su propio hermano.
El último y más triste acto de su reinado estaba todavía por llegar. Cuando el monarca quiso compensar al mayor de los infantes de la Cerda, Alfonso, con un reino propio en Jaén, quien se sublevó fue Sancho, cuyo fuerte carácter ya le había ganado el apelativo de El Bravo. Convocó Cortes en Valladolid y estas depusieron como soberano al padre y lo colocaron a él en el trono, se pusieron de parte del hijo, y El Sabio, gravemente enfermo, quedó aislado y sin apenas apoyo. Pero, repuesto de sus dolencias, se dispuso a dar la batalla incluso estableciendo alianza con los benimerines. Hizo testamento desheredando a su hijo y maldiciéndolo. Iba recuperando apoyos y terreno en la pugna hasta llevar ya la iniciativa y aislando a Sancho, cuando le alcanzó la muerte en Sevilla el 30 de abril de 1284 a los 62 años. Como curiosidad ha de anotarse que sus restos están en dos sepulcros diferentes, uno en la catedral de Murcia, la capital del reino que incorporó a Castilla, y otro en la de Sevilla.
Todas estas peripecias no le hubieran dado, sin embargo, un lugar preeminente en la Historia. Este iba a llegarle por esa otra faceta, la de gran propulsor de la cultura, y la magna obra de recopilación, traducción y también de creación propia de los saberes griegos, romanos e hispanos que iban a suponer un antes y un después, ya no solo en nuestro solar patrio sino en toda Europa. Y ello será el contenido de la próxima entrega.