Tú no sabías que los niños vienen con tierra, como las lentejas. ¿En serio que no lo sabías? Con M. no te fijaste porque ella fue todo aire al nacer. Pero ahora ya sabes que llegamos a este mundo con barro, lo mismo que si nos acabaran de modelar. Un fango ancestral que hace formas en nuestra piel y demuestra que, de algún modo confirma, que dios quiere comunicarse con nosotros y nosotros no entendemos un carajo de lo que dice. Las huellas dactilares del creador sobre tu hija recién nacida. Arena en el pelo. Un desierto entero, con sus cactus y sus sepias, entre las orejas pegadas de A.
Mira bien. Tiene unas marcas rojas en la parte de atrás del cuello. Se cuenta que es de la cigüeña, que les hace esas señales a los bebés al agarrarlos con el pico. Y otra huella en la frente al darles un beso. Es una soberana gilipollez porque de haber venido volando no tendría tanta arena. Algo no te cuadra y haces bien en desconfiar. Tú piensas que A. vino arrastrándose desde el mismo centro de la tierra, igual que llega una onda sísmica o un topo. Por el camino ha atravesado cavernas subterráneas; misterios del inframundo.
Estás casi seguro de que con A. no hubo cigüeñas. Tú sabes quién la trajo aquí. Sabes quién se partió en dos para bajar hasta la bola de fuego que es el núcleo del mundo y agarrar a su hija de hierro, níquel y azufre. Esta también es fruto de su dolor, de su dolor de ella. Tú lo viste con tus propios ojos. Cara a cara con el milagro de la vida, que se debe parecer mucho al final de una galaxia. Hay un grito enorme en la sala. Está por todos los lados. Y también hay silencio. Es el tiempo, que explota a cada segundo para recomponerse al instante. Partirse en dos para ser el doble, qué buena idea has tenido otra vez.
Tú por si acaso no le quites el barro; podría servir de prueba en algún juicio. Como mucho amontónalo en las comisuras, mételo debajo de algún pliegue (este bebé tiene pliegues). O mejor aún: solo observa y apunta. Anota en algún sitio, esa libreta mismo vale, que el gestito que acaba de hacer con la boca es muy de Marlon Brando. Chico, esta no es tu noche. El premio es para Wilson. Y pon que se enfada lo mismo que una cafetera italiana. Y que mirar a A. da sueño, mucho sueño. Y que huele a playa de Guanahaní en pleno mes de octubre.
Te suelen poner el bebé en el pecho para que notes bien el peso de un millón de vidas. Parece que fue ayer y, hala, ya se te ha olvidado sacar los gases. No lo hacen porque ahí, cerca del corazón, sea más fácil calmarla ni nada de eso, qué va. No sé trata de creerse lo primero que te cuentan. Tu tía, por ejemplo, encontraría de lo más razonable lo del piquito de la cigüeña. En realidad, te lo colocan encima de la tráquea para que no puedas respirar. ¿Lo notas? Se te está cerrando la glotis con todas esas toneladas de pasado sobre tu caja torácica.
Porque cuando ella llora es una pluralidad de llantos superpuestos los que suenan, de tal forma que dependen unos de otros. Y al enfadarse como una cafetera se escucha el resoplar de todos los bebés que antes que ella fueron. Hay otros corazones presentes en el suyo, a distintos niveles y en formas más o menos reconocibles: latidos de un mundo anterior. Su balbuceo es un diálogo a mil voces. Y tu existencia, como la de muchos otros antes de ti, confluye ahora dentro de este pañal a punto de rebosar.