Sobre la base del compromiso se constituye un negocio, una amistad, una relación amorosa o un matrimonio. Una persona vale tanto como vale su palabra, o eso dicen. En nuestro tiempo queda constatada la volatilidad de los compromisos, quien concibe lo prometido como deuda resulta extravagante. Pacta sunt servanda que decían los romanos, expresión acuñada en la antigua Roma para hacer alusión a la honra de lo pactado. De lo pactado surge una obligación, que tiene su origen etimológico en la obligatio y a su vez de obligare: el vínculo (ligare) por causa de algo (ob). Nuestro Código Civil ya consagra este principio en su articulado, dando a las obligaciones que surgen de los contratos fuerza de ley entre las partes, quizás lo jurídico difiera de lo ético. Lo cierto es que las palabras se las lleva el viento y en nuestros días son típicas las tempestades con vientos huracanados. Desde infames presidentes del Gobierno inmunes a la hemeroteca—como ya señaló Pérez-Reverte en una entrevista con el criticado y azuzado por el Ministerio de Igualdad, Pablo Motos—hasta matrimonios resistentes a las infidelidades, pasando por gurús del crypto world dispuestos a elevar a lo divino un curso introductorio a las criptomonedas. Promesas de prosperidad a las generaciones venideras diluidas por el sostenimiento de un sistema de pensiones obsoleto cuyo coste asumiremos las generaciones venideras. Juramentos en favor de la unidad territorial calcinados por los beneficios a los sediciosos que prometieron volverlo a hacer. Preferimos anquilosarnos, autoconvencernos y creer que los españoles de 2022 vivimos mejor que en 2017 sin pensar en la España de 2050 o en lo que quedará de ella. Porque de esta forma justificamos la ruptura del compromiso. Para qué cumplir con lo convenido si la memoria es tan frágil que nadie recuerda las prometidas reducciones impositivas de un supuesto gobierno liberal ni los compromisos por la unidad nacional de un aparente gobierno constitucionalista. Ni siquiera recordamos nuestras promesas amorosas. Olvidamos la infidelidad, admitimos un daño que consumió nuestra autoestima y optamos por el aperturismo en la pareja porque es lo moderno, rompemos una lanza en favor del poliamor y aludimos a la subjetividad de los sentimientos. Como dice la canción de los grupos Veintiuno y Love Of Lesbian: «llamáis poliamor a los cuernos de siempre». ¿Qué importa si para venderte un curso introductorio a la microeconomía debo prometerte que serás el próximo Vitálik Buterin? Total, el resto de los mortales que no adquirimos pseudomásteres de entidades presentes en la lista gris de la CNMV jamás seremos «nuestro propio jefe». Todo ello encuentra su explicación en la autocomplacencia como un mecanismo de autoprotección frente al dolor o frente a aquello que nos genera un sentimiento negativo, todo con tal de no cumplir con nuestro compromiso. En ninguno de los tres campos: el político, el económico o el amoroso lo prometido tiene ya valor alguno. La palabra se ha convertido en una carga más que un valor en sí mismo. El compromiso parece asociarse a un pensamiento ultraconservador, pues en la postmodernidad los compromisos ceden a la celeridad, al interés o a la autocomplacencia. Somos libres, quien quiera engañar que engañe, quien prefiera romper su palabra que lo haga y quien decida cumplir con lo prometido que cumpla. Porque somos igualmente libres para decidir si transigimos o impugnamos el incumplimiento de lo prometido, pero no invisibilicemos un compromiso o una palabra dada. No llamemos poliamor a los cuernos de siempre. Eloy Sánchez Sánchez