Creo no haber pasado nunca una vergüenza de respeto más grande que la que sentí cuando mi padre, hace más de veinticinco años, comiendo en el restaurante del hotel de Fuengirola el último día de nuestra semana anual de vacaciones, me dijo: "Mira, ese es El Litri, uno de los que torean esta tarde. Ves a verle y le dices que tú también quieres ser torero".
Pese al atrevimiento de mi padre por tal orgullosa afirmación para su ser, en aquel tiempo no tenía demasiado definida mi orientación laboral, pues el postgrado que realizaba domingo a domingo de monaguillo en la iglesia del pueblo a las órdenes de don Sixto y don Cruz, me acercaba más a las estolas y a las sotanas que a los percales de brega que sólo veía en el mes de septiembre por La Función; tampoco es que anduviera sobrado de valor para subirme al árbol más alto del cerro ni para enfrentarme al mismo perro que siempre me pinchaba los balones, ni mucho menos imaginaba a mi padre hipotecando la cafetera del bar algún día para comprarme un traje de luces.
Sin embargo, al año siguiente, cuando volví a la playa, mi yo contemplativo de siete años no me pedía hacer castillos, ni jugar con las palas, ni hacer aguadillas a mi hermana, pero sí pegarle cuatro, cinco o diez lapas con la toalla —hasta que me mareaba de dar vueltas— a ese pedazo de toro que galopaba en mi imaginación y se le oía bufar desde donde rompen las olas en la orilla hasta donde empezaba el embroque. Como lo hacía El Litri, claro. Ya no decía otra cosa y en mi cabeza no cabía ningún otro; la historia del toreo y los toreros empezaba y terminaba en Miguel Báez Spínola.
Pese a haber toreado festivales y alguna corrida benéfica extraordinaria, este 2024 se cumplen 25 años desde que se retirase oficial y profesionalmente de los ruedos.