Maravilla Butterfly

Ilia Galán
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La obra de Puccini es una bella y terrible mariposa que surge de la moda por lo oriental en la exposición universal de París y que el maestro Luisotti convierte en una pieza convincente

1 · Plano general de la interpretación lírica en el coliseo madrileño. 2 · Matthew Polenzani (F.B. Pinkerton) y Saioa Hernández (Cio-Cio-San). 3 · Mikeldi Atxalandabaso (Goro) y Saioa. - Foto: Javier del Real

En la infancia me resultaba sorprendente y hasta hilarante ver a mi madre con sus amigas llorando mientras contemplaban una película. Pañuelos y suspiros para, al final, declarar que esa obra del cine les había encantado. Aquel insensible muchacho creció y entendió. Con una música tan poderosa emocionalmente como la de Puccini, un libreto que nos cuenta una historia tremenda, denunciando las infamias de la humanidad, no solo reconocí agradecido que me hallaba ante una de las grandes obras de la historia. También la gusté al llorar como una Magdalena, empapando mi pañuelo, y todo ello al margen de la vulgar escenografía. 

Es hermoso que el Teatro Real suela comenzar y cerrar la temporada con obras especialmente queridas por el público, que no ha de ser un enemigo, pese a algunos retorcidos intelectualoides, pretendiendo torpes pseudo-novedades.

Madama Butterfly es una bella y a la vez terrible mariposa que entra dentro de esa moda por lo oriental, surgida a partir de la exposición universal de París, en 1867. Debussy, Van Gogh o Klimt y otros muchos autores empezaron a indagar y estudiar el mundo nipón, como hizo Puccini mientras escribía esta celebradísima obra. La expansión imperial de Europa, el mundo occidental extendiendo una red comercial por todo el planeta, descubrieron culturalmente China o la India, como vemos en El libro de la selva, de Kipling, parte ya de la cultura universal, gracias al genio de Disney. Ya los primeros románticos comenzaron a explorar el exotismo, junto a la crítica social. Puccini, intenso romántico retardado que, sin embargo, se expresaba en la época Zola, Blasco Ibáñez o Verga, hartos de los excesos romanticoides, convertía el naturalismo en música verista, cantando a la vida cotidiana.

Sexta de sus 10 grandes óperas y compuesta después de un accidente de coche que lo dejó en cama durante meses, Puccini vivía una situación complicada con su amante, Elvira, similar a la que se vería en sus tragedias. Muerto el esposo, al poco de estrenar esta ópera, se casó con la amante, pero los celos extremos ante una bellísima y joven criada la expulsaron de la hermosa casa en Torre del Lago, en Toscana, suicidándose (la autopsia demostró su virginidad; celos infundados). Cuando se visita esa preciosa villa, se descubre que el genio nacido en Lucca se ha convertido en un emblema nacional. La casa quedó casi como cuando murió, con sus muebles y hermosos cuadros; el piano parece que nos va a cantar algo, su tumba ahí mismo se halla, donde el genio disfrutaba cazando patos. Frente al lago es donde compuso esta obra maestra que recoge parte de ese exotismo también presente en La muchacha del Oeste o en Turandot

Cuando se estrenó en el templo de la Scala de Milán, en 1904, recuerda Ricordi que hubo: «Gruñidos, bramidos, mugidos, risas, berridos, risotadas». Arthur M. Bell, testigo presencial, escribe: «El público italiano de aquel tiempo era poco reservado y empezó a silvar, a gritar ¡fuera! y a hacer un ruido ensordecedor». Fue su único, pero espectacular fracaso, y la retiraron del cartel. La precedente Tosca, también fue criticada por el libreto. Corrigiendo la partitura, manteniendo los elementos orientales e incluso la escala pentatónica, triunfó en Brescia meses después, como también en el estreno que cierra la temporada de nuestro Teatro Real, salvo el pataleo y bronca a la escenografía, dirección de escena y vestimenta, pretenciosamente moderna y más bien cutre e inadecuada, destrozando el lirismo propio y recogido de la obra. Nuevos pretendientes de novedades viejunas vacían la obra, pero siempre se pueden cerrar los ojos. Innecesario recalcar del abuso sexual y colonialista del teniente norteamericano que se aprovecha del amor de la muchacha de 15 años, porque todo lleva, texto y música, a mostrar la atrocidad de quien se aprovechó de la joven idealista. 

Montaje pretencioso

Como revisión feísta y contemporánea fracasa Michieletto, en una copia manida de Bieito y torpe anacronismo, sin sustancia, que muestran al cónsul y al militar más como comerciales que como oficiales de un imperio naciente. Coche que entra, habitación de cristal, que terminan pintarrajeando porque no hay ideas poderosas, ni clásicas ni contemporáneas que den fuerza a la escena. Apenas hubo defensa de la apuesta escenográfica. Es curioso que los que gestionan liceos desprecien continuamente el gusto de un público que en el Real suele rechazar este tipo de montajes pretenciosos.

La Señorita Mariposa, que es el personaje total en esta ópera, en la exigente y poderosa voz de la madrileña Saioa Hernández, resultó excelente, algo contenida en lo lírico, poderosísima estallando trágicamente, ridículamente vestida con la camiseta de Hello Kitty. Ella, ovacionadísima, fue centro absoluto durante casi toda la obra, pero también el resto del elenco lograron la calidad deseable. Matthew Polenzani es adecuado como Pinkerton, de peculiar timbre. Lucas Meachem, sin suficiente potencia al principio, se creció al poco dando todo de sí como Sharpless. Ruda, mas correcta, Silvia Beltrami (Suzuki). Luisotti, que dirigió una obertura trepidante, acelerada, logró que el resto resultara muy convincente en una obra que bien interpretada, como aquí, resulta fascinante.

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