El negro 'ala de cuervo', la moda del imperio

Antonio Pérez Henares
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El monarca Felipe II hizo de este color un símbolo de gran trascendencia durante su reinado.

La imagen personal más identificada con la leyenda negra es la de Felipe II, todo de negro y hasta los pies vestido, como demostración de un ser amargado y siniestro y de una época lúgubre y tétrica. Pues bien, nada más falso: si algo era y suponía aquel retrato era exactamente lo contrario. Él fue el gran prescriptor de la moda más elegante y duradera. 

Aquel negro intenso, ala de cuervo que no decoloraba ni desteñía, era la suprema prestancia, la envidia de todas las cortes de Europa y aquello que suspiraban poder vestir quienes habían de demostrar poder, posibles y galanura. 

El negro campeche fue el símbolo distintivo de un imperio. Y los embajadores que hasta aquí llegaban acabaron siendo quienes se apresuraron a difundirlo y a convertirlo en el mayor objeto de deseo, en cuanto al vestir se refiere. Los Estados, amén de otras cosas, también marcan las modas. Y el negro, pero no cualquiera, sino este en concreto, fue el color de la corte y la nobleza hispana, imitado y copiado a lo largo y ancho del mundo. Fue el estilo dominante, llevado a todos los confines de Europa por todos cuantos nos visitaban.

Tiene su historia. Las tinturas químicas actuales son cosa muy reciente y la del negro puro no existía. Se había conseguido un algo a base de taninos y sulfato de hierro, al que llamaron negro ala de mosca, pero tenía un serio problema que a poco daba con el al traste. Al lavarse decoloraba y, con un par o tres enjuagues, iba decayendo hasta convertirse en algo de sucia apariencia y, más bien, zarrapastroso. Desde luego, nada para llevar puesto ni a palacio ni a cualquier fiesta de enjundia y tronío. El negro, pues, estaba bastante desprestigiado. Hasta que llegó el palo campeche y el ala de cuervo. Entonces todo cambió y no hubo nadie con poderío que no se dejara los doblones por conseguirlo. Ni en España ni en ningún salón de cualquier palacio que por algo se tuviera.

La pasión por aquella tintura y aquel color causó un auténtico furor y sería patrón de moda universal mientras el Imperio mantuvo su esplendor. Se había logrado en La Nueva España, hoy México. Se conseguía con los jugos de una madera de los bosques del Yucatán: con el Palo de Campeche se obtenía un azul intenso que, mezclado con los de la cochinilla (un bichejo de los cactus, que proporcionaba el rojo) daba aquella tintura que teñía y mantenía el más lustroso y perdurable negro, tan brillante como el ala de un cuervo, y por ello así conocido.

Esa fue la perdurable moda, a la que para resaltarla más se complementaba con una gola almidona al cuello y unos puños de encaje, de inmaculada blancura, que lo destacaban aún mas. Si a ello, colgando de su cuello en el pecho (como solía añadir Felipe II) se llevaba una fina cadena de la que colgaba el Toisón de Oro, pues eso, que se desmayaban.

Porque el rey hispano, lo era de España, Portugal y de todas las tierras de ambos reinos, no fue para nada el personaje que nos han caricaturizado. Fue culto, adelantado en lecturas, admirador de Erasmo de Róterdam, amante de la música, la pintura y el baile. Era también un gallardo mozo de joven y hasta ya bien maduro. Por algo era hijo, amén del rubio Carlos, de la bellísima Isabel de Portugal, la más guapa de las reinas. Se casó cinco veces, la segunda con la monarca inglesa María I, que era además su tía. Ella enloqueció de amor por el apuesto sobrino y hasta protagonizó embarazos imaginarios, psicológicos dirían ahora, pero que hijos, claro, no dieron. Cuando ella murió, él se volvió para casa y en la brumosa isla subió al trono la hermana de la difunta, Isabel I de Inglaterra, que se convertiría en su peor enemiga. Pero, que lo sepan, a elegante y en su tiempo a Felipe II no le ganaba nadie. Y, además, quién se atreve a decir que el negro ha dejado de estar de moda. Lo ha estado siempre y lo sigue estando. En hombres y en mujeres que se atreven a llevarlo.

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