Ávila es un microcosmos en el que, quienes amamos analizar la sociedad en la que vivimos, podemos hacerlo con la cercanía y la calma que los entomólogos ponen a la hora de estudiar las especies faunísticas de las que se ocupan. Lo que observamos en ámbitos reducidos como éste, luego lo proyectamos a otros de alcance nacional o internacional para llegar al convencimiento de que no hay ser vivo tan apasionante y diverso como el humano, pues mujeres y hombres admitimos clasificaciones muy diferentes que pueden llenarnos, por igual, de orgullo, irritación o indiferencia. Creo que haríamos mal (sobre todo aquellos a quienes se nos permite utilizar una tribuna en algún medio de comunicación) fijándonos sólo en los que más nos exasperan y hemos convertido en diana constante de nuestros enojos o en los que, por razones políticas, religiosas, deportivas, etc., consideramos ídolos intocables de nuestros fervores personales. La grandeza y la servidumbre de ser mujeres y hombres es tener que admitir que somos múltiples y contradictorios.
Si nos fijamos en los héroes humanos, por poner algún ejemplo, vemos que prefieren la discreción al aplauso y el silencio al alboroto social, pero están ahí, afortunadamente, salvando vidas en hospitales, o guardando de día y de noche la seguridad de todos a costa, a veces, de su propia seguridad, o trabajando de sol a sol para llevar el pan a sus hogares, o atendiendo a personas discapacitadas, a niños y ancianos a los que nadie quiere atender, o donando su sangre para que circule por venas de gentes a las que nunca conocerán y de las que no recibirán una mirada de gratitud. Sí, los héroes existen, viven junto a nosotros, pasan de puntillas por la existencia e, igual que me parece obligado denunciar el comportamiento de los sinvergüenzas o de los necios, ahora y aquí alabo, pregono y ensalzo lo que son y lo que hacen esos maravillosos héroes anónimos.
La mediocridad, en cualquier taxonomía humana, es quizá el grupo que más gentes acoge. El poeta Horacio hablaba de la aurea mediocritas, resaltando que el mediocre ni levanta envidias ni suele necesitar nada de los demás. Su conformismo puede ser respetable cuando lo ejerce en temas que sólo a él atañen o puede resultar desesperante cuando la medianía que le caracteriza incide en otros. Es el caso de quienes refugian su indolente mediocridad en los asuntos públicos, convirtiéndose en adocenados ganapanes de la política, en conseguidores de un salario para ellos y en gentes indecorosas que olvidan olímpicamente cualquier obligación hacia quienes los elevaron a importantes responsabilidades que inciden en la felicidad o en la desgracia ajenas.
A los miserables resulta imposible ignorarlos. Su amoralidad, su carencia de valores, su peligrosidad, el idilio en el que viven con ellos mismos, la utilización que hacen incluso de la vida de sus semejantes o la ausencia que exhiben de toda ética nos inclinan, a quienes los sufrimos día tras día y año tras año, a intentar clasificarlos en una especie que nada tenga que ver con la de los hijos de Adán. Pero, por desgracia, aquí los tenemos, ensombreciendo la grandeza y agravando la servidumbre de sentirnos humanos. Y nos toca convivir con ellos en Ávila, en España y en el mundo.