Desde ayer, no he parado de llorar. Tengo los ojos rojos e hinchados y un fuerte dolor de cabeza». Estas lágrimas de tristeza infinita son de Fernando Mero, uno de los cientos de miembros de la comunidad venezolana en Ávila que asisten con «impotencia», «indignación», «rabia» y «dolor», sobre todo mucho dolor, a lo que estos días sucede en su amado país.
Fernando era policía en Venezuela. Y tenía también un negocio en Caracas. Una familia que le quería. Una vida. Pero él, como tantos otros, tuvo que dejar todo atrás para huir de un país en el que hablar de libertad es casi hablar de una utopía.
Desde hace un año y tres meses vive en Ávila. Y la madrugada del domingo, nos cuenta, se fue a dormir «con la esperanza de encontrar un cambio» al despertar. Pero, lejos de eso, amaneció con la desesperada llamada de su hija de apenas 14 años, desde Venezuela, transmitiéndole su desesperanza ante su futuro. «Cuando vi a mi hija destruida...», se le encoge el corazón a Fernando, que confiesa que se derrumbó por completo al ver claramente cómo el futuro de su hija puede ser completamente pisoteado por la situación.
Fernando, como tantos otros vecinos abulenses, se encuentra en el trámite de solicitar asilo político. Para él, regresar a Venezuela es casi imposible.De hecho, nos cuenta, sus padres llegaron hace apenas 15 días huyendo de la pobreza que asola el país. «Y mi hija no quería venir, no quería dejar su adorado país, pero ahora...», deja en puntos suspensivos la situación de su familia. «Es un dolor inmenso», comparte con los abulenses Fernando.
De dolor también nos habla Samari Castrillo. Lo conoce bien desde hace años. Su lucha en la oposición al régimen de Maduro le granjeó a ella y a su familia no pocas complicaciones y peligros. Tantos, que decidieron (también muy a su pesar) abandonar el país para salvar la vida.
«Y fuimos secuestrados en la frontera», denuncia Samari, que recuerda cómo se vieron «envueltos en una patraña» para robarles el dinero y cómo fue separada de sus hijos y su marido durante horas. «Había mucha información sobre nosotros.Sabían que teníamos dinero y que íbamos a salir», se angustia aún cuando recuerda un episodio que dejó marcada a toda la familia y que es un ejemplo más del terror con el que conviven aquellos contrarios al régimen que nisiquiera, explica Samari, pueden contar con el apoyo de la Policía Nacional, afín al régimen.
Samari vivió su «injusta» salida de Venezuela llena de «impotencia». Salieron con lo puesto y dejando atrás un negocio de costura (ella) y un empleo relacionado con el mundo de la automoción (su marido). «Pero no teníamos seguridad para nuestros hijos, ni educación, ni sanidad...», denuncia Samari, que tiene muy claro que «enVenezuela no hay oportunidades para quien está en contra del Gobierno».
Por eso tenía esperanzas en que algo cambiara este domingo. «Sentía aire fresco en mi alma», confiesa, por eso fue aún más doloroso el amanecer del lunes, cuando descubrieron que «el Gobierno vuelve a hacer lo mismo».
«Dicen que han ganado, pero es una vil mentira. Los que estamos fuera sabemos cómo mueven las piezas. Y nos damos cuenta de que esto es nuevamente un fraude», alza la voz una vez más Samari, que vuelve a hablar de «dolor» cuando recuerda a toda la familia que dejó allí y a la que no podrá ver de nuevo. No mientras Maduro siga en el poder. «Es que no podemos entrar». Porque entrar para ella o su familia podría ser sinónimo de muerte.
En nuestra conversación, Samari nos habla de cómo su cuñado, policía de profesión, tuvo que renunciar a su trabajo ante la obligación impuesta por sus superiores de asesinar a opositores. O cómo una prima entró a dar a luz a un hospital y salió muerta y con un riñón menos. Son situaciones que, quiere alzar la voz Samari, ocurren a día de hoy en Venezuela.
Por eso no comprende el «silencio» de los gobiernos de algunas naciones, entre ellas, España. Un país del que, por otra parte, sólo tiene buenas palabras: «nos recibieron con los brazos abiertos»,se emociona. «Pero el Gobierno está silencioso. Y con todas las evidencias que tenemos es para que todos los países miraran hacia allá», apela a las naciones amigas de Venezuela. «Es que ya no se puede ocultar nada, está a la vista de todo el mundo», prosigue Samari con su lucha. Y va más allá al asegurar que la situación ya es mucho más que algo político. «Es algo humanitario. Hay gente muy mal. Venezuela es invivible», llora Samari.
«No hay comida, no hay sanidad, no hay trabajo... Por eso me gustaría que los presidentes de otros países pudieran mirar y ver qué pueden hacer. Necesitamos que alguien nos regale un poquitico de esperanza», pide esta vecina de Ávila.
Y de esperanza nos habla también Carlos Utches, que lleva dos años en Ávila tras su salida de Venezuela por motivos políticos.
Mientras aguarda que se resuelvan todos los trámites para lograr el asilo político, Carlos Alberto trabaja en un matadero y en un restaurante para poder paliar las necesidades de la familia que dejó en su tierra y a la que mantiene desde España.
Maestro de profesión,Carlos nos cuenta que antes de salir de Venezuela tenía un sueldo de 20 euros al mes. «¿Cómo se puede vivir con eso?», se pregunta cargado de ira y frustración pero, al menos, con la tranquilidad que da saber que su familia está bien.
Ellos permanecen en el estado de Guárico. Y ellos sí pudieron votar, algo que él, denuncia, no pudo hacer.«Más de ocho millones de venezolanos en el éxodo no pudimos hacerlo», denuncia Carlos.
Para él, el fraude electoral es más que evidente. «¿Quién va a votar ese señor?», se pregunta, aunque lo hace sabedor de que lo que está ocurriendo era más que previsible. «Se sabía que no iba a dejar el poder así como así. Pero las pruebas están. Los votos están», se aferra a un rayo de esperanza Carlos, que aplaude la labor desarrollada por María Corina Machado, la única, piensa, que puede hacer algo a día de hoy por el país.
«El miedo se está superando. El pueblo ya está colmado de tanta desidia y frustración», prosigue hablando de esa débil luz que, quizá, puedan llegar a ver estos días al final del túnel.
«¿Cómo un país que tiene tantas riquezas ha acabado así en sólo 20 años?», prosigue haciéndose preguntas Carlos, que aprovecha nuestra conversación para agradecer a Cruz Roja todo lo que en este tiempo ha hecho por él.
De «impotencia», «tristeza» y «rabia» nos habla Yasenia Villalobos.Su caso es distinto.Ella lleva en Ávila 20 años. Pero eso no hace que el dolor sea menor.
Yasenia también tiene mucha familia allí. Cuatro de sus hermanas viven en su pueblo, junto a Maracaibo, una zona, al menos, algo alejada de los peores disturbios. «Ahora me preocupa más el desabastecimiento, porque los negocios están cerrados», comienza a hablar a Diario de Ávila una venezolana que, confiesa, no tenía muchas esperanzas de cambio semanas antes de las elecciones.
Pero, después, con las noticias que sus hermanas le iban enviando se fue «emocionando». Y llegó a pensar que sí, que quizá esta vez sería distinto.
«Pero luego ocurrió lo que me imaginaba desde el principio. Y me decepcioné», explica. Y reconoce que en estos comicios no quiso ni votar. «Es que no creía en las elecciones. No me preocupé de cambiar mi centro electoral», prosigue hablando una mujer que, en su día, llegó a viajar a Venezuela para poder votar. «Todavía creía en las elecciones», asegura. Pero ahora, muchas decepciones después, asiste impotente a lo que está ocurriendo en su país.
Y en estos momentos, ¿siente miedo? «Más que miedo, estoy nerviosa. Porque no se sabe qué va a pasar», continúa hablando antes de despedirse de nosotros con un mensaje esperanzador. «Ahora vemos las noticias y vemos que esta chica es diferente y que quizá logre algo. Hay esperanza, aunque sea a ratos», nos dice adiós Yasenia.