Hubo un tiempo en el que los monasterios abundaban en Ávila. Nuestra provincia llegó a contar, de forma simultánea, con no menos de cincuenta órdenes religiosas: jerónimos, dominicos, premonstratenses, trinitarios, benedictinos, paúles, mercedarios, cistercienses, etc. Hoy, la mayor parte de esos conventos han desaparecido totalmente y, los que permanecen en pie, faltos de vocaciones, dan la impresión de hallarse en una inexorable agonía. Considero que, al margen de las convicciones de cada cual, tanto a los que ya no están como a los que se mantienen a duras penas, habría que evocarlos con respeto e, incluso, con un nostálgico pinzamiento en el alma. Por lo mucho que antaño representaron y por el abismo de olvido en el que yacen ahora.
Fueron reductos de fe, investigación, cultura y arte. Dispusieron de mentes preclaras y nutridas bibliotecas. Entre sus muros, revestidos con hábitos o sotanas, se encerraron hombres y mujeres en busca de sí mismos y en busca del rostro exacto de Dios, que era el nombre que daban al Misterio de todos los misterios, a la Causa de todas las causas, al Motor inmóvil que puso en movimiento cielos, tierra y cuanto tierra y cielos contienen. Aquellos frailes y monjas indagaron, reflexionaron, quisieron saber, dedicaron su vida a la introspección y a plantearse en silencio las mismas preguntas que en el siglo XXI siguen planteándose las generaciones actuales. Lo hicieron en ciudades, pueblos, riscos solitarios y feraces vegas que convirtieron en escenario de su eremítico retiro existencial.
No, hoy no existen ya la mayoría de aquellas cartujas y trapas. Pero, a quienes en épocas pretéritas se revestían con ropas talares para encerrarse entre altos muros y acercarse a la divinidad, les han sucedido a lo largo y ancho del mundo otros hombres y mujeres que reflexionan con idéntico entusiasmo, aunque de un modo distinto. Los hábitos de ayer se han transformado en batas blancas que cubren a científicos pendientes de las revelaciones que les aportan sus potentes telescopios y microscopios. Son nuevos buscadores que en 2024 se encierran en laboratorios o bajo tierra, en sofisticados aceleradores de partículas como el CERN, entre Suiza y Francia, o en observatorios de ondas gravitacionales por interferometría, como el LIGO, en Estados Unidos. En su confinamiento actual, creen ir tras el rastro de la misma Causa de las causas que buscaban monjes y anacoretas, y se estremecen cuando se topan con el bosón de Higss, o cuando les llega el lejano flujo de ondas gravitatorias con las que el misterioso Motor inmóvil que todo lo mueve les permite no sólo ver, sino escuchar la marcha por los espacios siderales de este grandioso cosmos que habitamos. O cuando modernos aparatos como el James Webb les trasladan a épocas en las que el orbe contaba sólo con un cinco por ciento de su existencia actual, algo que les hace soñar con alcanzar pronto el inefable instante del "fiat lux" que narra el Génesis.
Produce nostalgia, en efecto, el derrumbe de los viejos monasterios, pero las intimistas pesquisas que ayer albergaron sus celdas fueron también, de algún modo, un precedente de la gradual y empírica aproximación humana de hoy a la verdad del universo.