El pasado día 7 de marzo, me subí por última vez a la tribuna desde la que me había dirigido en innumerables ocasiones a los compañeros y compañeras de CCOO, con el corazón encogido y el alma llena de recuerdos. Llegó el momento de cerrar una etapa, de dejar atrás doce años al frente de este sindicato que no es solo una organización, sino una familia, una causa y un compromiso de vida.
Durante todo este tiempo, hemos compartido muchas cosas: luchas, victorias, derrotas, desvelos y sueños. Pero sobre todo, hemos compartido una convicción profunda: que la dignidad de la clase trabajadora no se negocia y que ningún derecho ha sido jamás concedido por la generosidad del poder, sino que ha sido arrebatado con esfuerzo, unidad y lucha.
Cuando miramos atrás, no podemos hacerlo con nostalgia, sino con orgullo. Porque cada hora robada al descanso, cada minuto que no pasamos con nuestras familias, cada instante en el que sacrificamos lo personal por lo colectivo, ha valido la pena. Lo ha valido porque en nuestras manos no solo ha estado la defensa de los derechos laborales, sino el futuro de nuestros hijos e hijas, de aquellos que heredarán el mundo que construyamos hoy.
La vida pasa rápido. Nos creemos eternos en la vorágine del día a día, en las reuniones, en los conflictos, en las negociaciones interminables. Pero el tiempo nos recuerda que no somos más que pasajeros en este tren de la historia, y que la única huella que importa es la que dejamos en los demás. Como decía Salvador Allende en su última alocución: Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. Pero tengan la certeza de que la semilla que sembramos en la conciencia digna de miles y miles no podrá ser segada definitivamente.
Nosotros también hemos sembrado semillas. En cada una de nuestras acciones, en cada discurso pronunciado en defensa de los que menos tienen, hemos dejado un legado. Un legado que no pertenece a un solo nombre ni a una sola persona, sino a la historia colectiva de quienes habéis entregado mucho en favor de los demás.
Y sí, hemos renunciado a muchas cosas en este camino. A veces me pregunto cuántas, cuántos momentos de mi hija se han escapado mientras yo estaba aquí, defendiendo el derecho de otros padres y madres a tener mejores condiciones de vida. Y es en esos momentos cuando me aferro a las palabras de Pepe Mujica: El hombrecito promedio está prisionero de la sociedad de consumo, comprando y comprando cosas que después desecha. Cuando tú compras con dinero, no compras con dinero: compras con el tiempo de tu vida que tuviste que gastar para tener ese dinero.
Porque no hay mayor honor que el de alzar la voz por aquellos que no pueden, el de levantar la bandera de la justicia en tiempos de oscuridad.
Me marcho con la serenidad de quien sabe que ha dado todo lo que tenía, que humildemente se disculpa por aquello a lo que no llegó. Pero también con la convicción de que esta lucha no termina, que el sindicato sigue siendo la mejor herramienta que tiene la clase trabajadora para defenderse, y que cada uno de vosotros y vosotras tiene el deber de continuar este camino.
Nos podrán doblar, pero nunca romper. Nos podrán atacar, pero nunca callar. Y podrán intentar arrebatarnos derechos, pero nunca la dignidad.
Marcho con la certeza de que seguiremos resistiendo, de que vendrán nuevos tiempos y nuevas batallas. Y de que, cuando nuestros hijos nos pregunten qué hicimos para cambiar este mundo injusto, podremos mirarlos a los ojos y decirles: luchamos, resistimos, y jamás nos rendimos.