Mis amigos siempre se ríen cuando les digo que nunca habría llegado hasta donde estoy hoy si un día no me hubiera aburrido lo suficiente. Yo, sin embargo, lejos de estar de broma, valoro realmente el aburrimiento; si no hubiera sido por esa asfixiante necesidad de llenar el vacío, aquella niña que fui jamás hubiera decidido saltarse las clases de música (a escondidas de sus padres), irse a la biblioteca municipal y ponerse a escribir. Y entonces hoy me dedicaría a otra cosa que, valga la ironía, seguro que me aburriría muchísimo. Así que, como estoy tan contenta y conforme con mi trabajo, vengo aquí a romper una lanza a favor de lo que lo inició todo: señoras y señores, aburrirse es divertidísimo.
En especial cuando eres una persona con una gran imaginación. En esta época de la inmediatez, donde las redes sociales nos mantienen siempre entretenidos, esas tardes de verano en las que uno se tumbaba en la cama y miraba el techo, aburrido como una ostra, ya no son comunes. Ahora uno tiene que forzarlas obligándose a dejar el móvil de lado. A veces me pregunto cuántos posibles futuros escritores, cómicos, científicos o pintores estarán por ahí scrolleando en lugar de aburrirse tanto que eso los anime a, bueno, crear cosas.
Salir de la espiral de TikTok y similares es difícil incluso cuando sabes que estás dentro. A mí me pasa todo el rato. Empecé a planificar ratos para aburrirme (igual que marco eventos importantes en el calendario) cuando me percaté de lo mágico y necesario que es para mi trabajo. ¿Sabes esos momentos previos a quedarte dormido, cuando estás dando vueltas en la cama y tu cerebro comienza a rememorar todas las cosas vergonzosas que has hecho en los últimos diez años? Yo nunca habría podido terminar una novela sin ellos. Redirijo mis pensamientos y utilizo el aburrimiento como trampolín. A veces lo hago incluso en otros momentos del día. Cada vez que me bloqueo con una historia, sigo la misma estrategia: me tumbo en mi cama bocarriba, como cuando era pequeña, y miro el techo blanco hasta que soy capaz de verle las partículas.
Y, entonces, en medio del silencio -o del caos; vivo en una calle transitada donde por desgracia hay ruido todo el rato- aparece de repente un chispazo. Algo cambia. Suena un crac seco. Esos engranajes mentales que corrían el riesgo de oxidarse se ponen a girar y, para huir del aburrimiento, empiezas a imaginar. Sucumbes ante tu lado creativo. Dejas de estar tumbado en tu cuarto y te teletransportas a otro lugar. A donde quieras. Apareces dentro de una película medieval. Te metes de lleno en uno de esos cuentos que te contaba tu abuelo de pequeño. Creas una trama, con unos personajes, que cobran vida en tu cabeza. A veces incluso mezclas la ficción con la realidad. ¿Qué habría pasado si aquella vez, cuando tuve esa discusión con aquel tío, hubiera dicho esta otra cosa? Aparecen los diálogos. Llegan las ideas. Surge la pasión creativa. Y es ahí cuando yo me entrego a lo que suena dentro para luego correr en busca del ordenador, escribirlo y sacarlo fuera.
Me encantaría poder dar el punto de vista de alguien que no sea escritor, pero me temo que quedaría inverosímil, porque soy escritora siempre, incluso cuando no estoy trabajando. Aun así, sospecho que para aquellos expertos en la música o la ciencia, por ejemplo, el proceso será similar. En vez de imaginar palabras, lo que vendrán en su busca serán ideas y melodías. Espero de todo corazón que pasen mucho tiempo mirando el techo de sus cuartos. Con suerte todos -incluido tú, querido lector- tendremos una vida aburridísima.
Seguro que nos permitirá crear grandes cosas.
#TalentosEmergentes