Hubo un tiempo en el que perpetuarse en el poder era, para muchos, sinónimo de dictadura. Según la Real Academia Española, se trata de un régimen que -por la fuerza o violencia- concentra toda la autoridad en una sola figura, reprimiendo los derechos humanos y las libertades individuales. Una definición que, en términos generales, escapa de la concepción que suele tenerse de Europa. Sin embargo, cuando una persona lleva enquistada en el poder desde hace más de tres décadas, quizá algo falla.
Y ese es el caso de Bielorrusia, donde Aleksandr Lukashenko ha sido el único presidente en ocupar el cargo desde las elecciones de 1994. Esos fueron los primeros comicios celebrados en la nación tras la disolución de la Unión Soviética tres años atrás y, a ojos de la comunidad internacional, los últimos democráticos, libres y justos.
Desde entonces, ha habido otras cinco citas electorales y todas con un mismo resultado: el populista barriendo en las urnas y afianzando un régimen capaz de sobrevivir a los tiempos modernos, convirtiéndose así en el mandatario del continente europeo más longevo. Hoy, de nuevo, el país se enfrenta a unas presidenciales en las que se esperan pocas sorpresas. Cerca de siete millones de ciudadanos están llamados a elegir al que será su jefe de Estado para los próximos cinco años, si bien todo apunta a que Lukashenko logrará su séptimo mandato ininterrumpido, a tenor de las encuestas y de lo que lleva sucediendo en las últimas décadas.
De origen humilde y nacido en 1954 en la pequeña localidad bielorrusa Kopys, se graduó en Historia y Economía Agrícola, tras lo que inició una carrera militar en el Ejército Soviético para trabajar después como director de una granja comunitaria durante los años finales de la URSS. Fue en ese último período cuando empezó a ganar notoriedad por su gestión y liderazgo.
Su ascenso político comenzó en 1990, cuando consiguió hacerse con un acta de diputado en el Sóviet Supremo, destacando por su firme rechazo a la descomposición de la URSS. De hecho, fue el único parlamentario de Minsk en votar en contra de su disolución en 1991.
Con un sólido discurso anticorrupción, su nombre fue haciéndose cada vez más fuerte en una nación que vislumbraba con optimismo el inicio de una nueva era tras alcanzar su independencia. Y Lukashenko parecía el hombre perfecto para manejar el timón.
Su candidatura arrasó entonces en las urnas con más del 80 por ciento de los sufragios. Sin embargo, lo que empezó como un Gobierno prometedor, pronto derivó en un régimen marcado por la represión hacia la oposición y el control en los medios. Mientras, el dirigente iba consolidando su poder endureciendo los requisitos para sus contrincantes políticos y eliminando el límite de mandatos a través de dos reformas constitucionales.
Desde aquel 1994, han sido varias las elecciones celebradas en Bielorrusia, si bien todas ellas han sido ampliamente cuestionadas por los organismos internacionales. Es más, el Parlamento Europeo considera una «farsa» la nueva cita con las urnas y la Casa Blanca denunció esta semana una «censura omnipresente» en un país donde, según Amnistía Internacional, impera un extenso «clima de miedo».
Los observadores temen que pueda repetirse el escenario de las pasadas elecciones, cuando volvió a hacerse con una holgada victoria, aunque en medio de un clamor popular jamás visto hasta entonces. Decenas de miles de bielorrusos se echaron en 2020 a las calles para exigir su dimisión, desatando la mayor crisis política desde que asumió el cargo. Pero el régimen hizo gala de su mano de hierro con arrestos masivos de manifestantes, periodistas y disidentes -entre denuncias de tortura-, lo que generó aún más rechazo desde fuera y un mayor aislamiento de la nación en el tablero global. Lukashenko sofocó el clamor, pero no así su imagen a ojos del mundo, designado por muchos como el «último dictador de Europa».
Aliado de Putin
Uno de sus pocos aliados en estos tiempos ha sido precisamente uno de los actuales enemigos de Occidente, Moscú, convertido en una suerte de hermano mayor con el que mantiene una estrecha dependencia.
Pese a que ha intentado preservar su autonomía, Lukashenko se ha vuelto cada vez más subordinado a las decisiones de su homólogo ruso, Vladimir Putin, quien asegura haber desplegado armas nucleares en la frontera bielorrusa con la OTAN a modo de advertencia. Pero lo cierto es que ambos conviven en una especie de simbiosis: mientras Minsk se ha convertido en el máximo apoyo de Moscú en su guerra con Ucrania, el presidente más longevo de Europa es consciente de que los éxitos del Kremlin son su garantía para seguir en el poder.