Hay personajes con los que uno va generando una historia propia y que escapa a los vaivenes que los sucesos históricos nos han ido dando. Se da una especie de fidelidad -que a veces navega contracorriente de esa otra corriente de ideas y adscripciones políticas en la que cada cual hace viajar su vida y en la que puede haber demasiados santos y apestados-, que salva la historia personal del escritor y la huella dejada por él en uno mismo. Huella que no se ha dejado de honrar y hacer crecer. Mi primer encuentro –como lector, claro– con Unamuno fue en torno a mis quince años de edad. Mi primo e historiador José Luis Gutiérrez Robledo me regaló una novela del autor vasco, Niebla, en un ejemplar de aquella preciosa colección Aguilar de libros de bolsillo encuadernados en tosca imitación piel. Un recuerdo que guardo con cariño, y a cuya temprana lectura siguieron otras devoradas con el mismo fervor en aquella adolescencia no olvidada y que tanto debe al autor vasco.
Pero de este autor había oído hablar unos años antes en mi familia. No porque fueran o no de él lectores o hubiera habido trato personal con el mismo, sino porque mi abuelo contó que varias veces lo había visto pasear por el Rastro abulense y sentarse a contemplar la sierra del Zapatero y el valle Amblés en algún banco del actual jardín. Mi abuelo Miguel Gutiérrez, de profesión cristalero y plomero, tenía querencia por el saber y la conversación hasta el punto de que era invitado a las tertulias que en la farmacia Lapuente, situada en el Grande, se celebraban allá en los años treinta.
Precisamente con un farmacéutico barcense, Pedro Canalejo Hernández, sostuvo don Miguel correspondencia postal. Sabido es la admiración y respeto que el escritor y rector universitario sentía por la sierra de Gredos, a la que en numerosas ocasiones se acercó y anduvo. Los nietos de don Pedro, Mª Dolores y Antonino, han rescatado los recuerdos de esta amistad. En una de las postales intercambiadas, recién venido del destierro con el que la dictadura de Primo de Rivera lo castigó, escribe don Miguel: «Ah, nuestro Gredos, nuestro Gredos, espinazo de España, que hace pocos días contemplé, mi querido amigo, yendo a Béjar. Lo que he soñado con él en las soledades saháricas de Fuerteventura, en las soledades populosas de París, en el rincón fronterizo de Hendaya, a pie de mi Pirineo vasco. Nevando salí de aquí, entre nieves volví acá, y con algo más de blancura nívea sobre la cabeza he vuelto a ver la pura nieve de Gredos».
Había una querencia casi religiosa en Unamuno por las montañas. Acompaña este artículo la foto que Ana hizo al monumento en su memoria erigido en Artenara, Gran Canaria, sobre un mirador impresionante al volcán. Unas vistas que él definió como «la tempestad petrificada». En las montañas el hombre calma su sed, su anhelo de trascendencia. María Zambrano, en su libro España, sueño y verdad, dedica uno de los capítulos a Unamuno y de él dice: «No es hambre de conocimiento, sino sed de vida lo que padece, que es sed de vivir… ser vivificado… ser convertido en viviente del todo y de verdad». Este era el Unamuno que estas montañas contempló y al que sentí, tan vivo, como lector.
Foto: ANA JIMÉNEZ (@ginger_ajm)