Josep Murgui (Madrid,1991) está prácticamente aclimatado al invierno abulense después de casi dos años en Ávila procedente de Valencia, donde ha pasado la mayor parte de su vida y donde reside su familia. «Este es mi segundo invierno aquí y en este tiempo todavía no ha nevado», se lamenta el director de la Agencia de la ONCE en nuestra provincia, quien asegura que el carácter de los abulenses no tiene nada que ver con el clima frío de esta tierra. «Lo que yo he percibido es que son gente acogedora y amable», subraya, mientras está pendiente de Lily, su perra guía, que le acompaña desde los 23 años. Antes él se movía con la ayuda de un bastón. «Nací seismesino y como a todos los bebés que nacen prematuros me metieron en la incubadora y allí sufrí un desprendimiento de retina en ambos ojos, con el derecho veo algo de bulto que me ayuda bastante en mi día a día, pero a todos los efectos es como si no viera nada», explica.
A sus 34 años, Josep Murgui desempeña un puesto centrado en la gestión y también en la representación de la ONCE en Ávila. «Lo que más me gusta de mi trabajo es que cada día es diferente, no es nada monótono», confiesa. Cuando aceptó el cargo carecía de experiencia en este tipo de labores, pero se lanzó a la piscina con la misma valentía con la que ha ido afrontando otros retos a lo largo de su vida. Del relato que él nos brinda en esta conversación al calor de un café en una fría mañana de enero concluimos que su discapacidad visual no le ha impedido afrontar retos personales y profesionales como el que le trajo a Ávila.
Con solo 18 años y recién acabada la EBAU salió de la comidad del hogar familiar con destino a Madrid para asistir a un curso de estenotipia impartido por la ONCE. «Fue mi primer contacto con la vida independiente, aunque tampoco al 100% porque vivía en una residencia de estudiantes y te lo daban todo hecho, pero aquella etapa me sirvió para ampliar la red de amistades porque había mucha convivencia», recuerda.
Y tras aquella primera experiencia volando solo volvió a Valencia porque aquella oportunidad de formación no acabó de cuajar. «Como todavía tenía vigente la nota de la EBAU, decidí matricularme en la universidad, en lo que antes se conocía como Filología Francesa», nos cuenta. Si se decantó por esta opción es, de alguna manera, en homenaje a su madre, que había pasado buena parte de su vida en Francia, conocía el idioma y cuando él era niño trató de enseñárselo, aunque el pequeño Josep no estaba muy por la labor. Eso sí, él estaba atento cuando su mamá hablaba por teléfono «dos veces al día con una tía suya que vivía en Francia y que era como su madre», lo que acabó familiarizándole con la lengua de Rimbaud muchísimo más de lo que ni él mismo sabía. La sorpresa llegó cuando un familiar que residía en Francia pasó unos días en su casa cuando él tenía doce o trece años. «Aquella tía de mi madre no hablaba nada de español y cuando se dirigió a mí en francés yo contesté con toda la naturalidad, así que todos se quedaron alucinados porque no esperaban que conociera el idioma, se ve que yo había almacenando todo lo que había escuchado a mi madre durante mi infancia y de repente un día salió», narra, entre risas, nuestro protagonista de hoy.
Aquello fue determinante hasta el punto de que acabó no solo matriculándose en Filología Francesa en Valencia, sino pasando un año en París, matriculado en la Sorbona, a donde se marchó con una beca Erasmus en tercer curso de carrera. «Allí sí me independicé de verdad», confiesa Josep. «Aunque estaba en una residencia de estudiantes con comedor, la comida era muy repetitiva, así que como en la habitación tenía una pequeña cocina eléctrica pedí ayuda a mi madre para que me enseñar a cocinar por teléfono y así fui aprendiendo a lo largo de ese año», explica. «De hecho, me gusta cocinar», afirma.
Le preguntamos las diferencias entre la enseñanza universitaria entre España y Francia. «Allí lo tienen montado de otra manera porque hay una clase magistral pero también se imparte el mismo contenido en clases más reducidas, refuerzan más, mientras que aquí hay una sola clase y ya te las apañas tú», resume. Eso sí, de su experiencia en ambas universidades considera que en España se tienen más en cuenta las necesidades de los estudiantes con discapacidad. «Aquí, cualquier universidad grande tiene un servicio de apoyo a estudiantes con discapacidad, por ejemplo cuando había exámenes el profesor de cada asignatura enviaba el documento a ese servicio y, en mi caso, me lo imprimían en braille o bien el día del examen me entregaban un ordenador vacío para que yo hiciera el examen en él y lo guardaba en un 'pendrive' que les entregaba y ellos entregaban el documento por correo electrónico a cada profesor», detalla Josep, quien afirma que este tipo de prácticas no están implementadas en la Sorbona. «Allí no tienen ese tipo de ordenadores adaptados y tampoco es tan habitual como aquí que haya alumnos ciegos en la universidad, sí es cierto que en Francia hay más ayudas económicas para invidentes, pero no es fácil verles por la calle ni en las clases», asegura.
Tras su año en París regresó a Valencia y terminó sus estudios universitarios. «En estos tiempos si no tienes un máster no puedes ir a ningún sitio a buscar trabajo y acabé haciendo un máster compartido entre la Universidad Complutense de Madrid y la Sorbona», así que de nuevo hizo las maletas para cursar un año en la capital española y un semestre en la francesa. «Principalmente me sirvió para ampliar conocimientos», apunta. Y aunque él tenía claro que la docencia no le gustaba, a su vuelta de París por segunda vez acabó matriculándose en el máster de Formación del Profesorado. A raíz de aquello le surgió la oportunidad de impartir clase de francés en un colegio concertado de Valencia para suplir una sustitución, pero la experiencia no le convenció en absoluto. «No llegó al año y medio, pero no estaba a gusto porque controlar a tantos adolescentes, encima sin ver, era muy estresante», confiesa este gran oyente de radio que también estudió piano en el conservatorio durante la adolescencia.
Y mientras se planteaba si estudiaba una oposición para sacar plaza de francés en la Escuela Oficial de Idiomas a Josep le ofrecieron dar clase de braille en Alicante a personas adultas que habían perdido la visión, reto que de nuevo aceptó encantado. «Yo manejaba el braille desde pequeño y era enseñarlo de forma individualizada y estar entre mis semejantes, así que lo acepté», relata. Cuando llevaba ocho meses allí le llegó la oportunidad de ponerse al frente de la Agencia de la ONCE en Ávila. «A mí no me importa moverme y, además, me gustan los retos, así que decidí probar y ya llevo aquí un año y medio largo haciendo labores que eran completamente nuevas para mí y eso era también un reto», comparte con nosotros. «En mi día a día no sé lo que me voy a encontrar porque además de tener a mi cargo a los trabajadores y a los afiliados igual tengo que hablar con un vendedor que con un ayuntamiento para que cambien de sitio un kiosco, con un alcalde porque se va a hacer un cupón de su pueblo o con los Servicios Sociales sobre alguna necesidad de un afiliado», relata.
La otra mitad de Josep Murgui es Lily, su perra guía, a la que con poco más de veinte años se fue a buscar a Estados Unidos, a Rochester, y que de alguna forma le cambió la vida. «Un perro guía te da mucha más independencia, más movilidad, porque cuando vas con bastón acabas golpeándote con algunos obstáculos que tienes delante, mientras que el perro directamente te los evita», explica. Eso sí, también admite que tanto a él como a Lily les costó adaptarse. «Para ella era todo nuevo, que pasó de un sitio pequeño a una gran ciudad como Madrid, pero también a mí me costó cambiar el chip mental porque yo llevaba toda mi vida con el bastón y de repente me lo cambiaron», narra.
«La sociedad está hecha para los videntes», reflexiona en voz alta. Y en este punto le preguntamos hasta qué punto quienes vemos nos ponemos en la piel de los ciegos. «En el 99% de las veces la gente nos facilita la vida en vez de complicárnosla, pero siempre acabamos encontrándonos motos en las aceras y ese tipo de cosas», señala. «A veces, por el hecho de que no vemos, hay personas que tienen como miedo a dirigirse a nosotros por la calle y me gustaría decir aquí que somos como cualquiera, que si tienen dudas o algo que decirnos que nos lo digan sin mayor problema, que no tengan cuidado en acercarse y preguntarnos porque, a veces, realmente sí necesitamos ayuda, pero otras lo que necesitamos es que nos comprendan y se pongan un poco en nuestro lugar».