La solidaridad ciudadana es el único foco de esperanza que deja una semana cubierta de fango, el propio de la devastación que provocó la DANA, y el político que sigue presente en el debate público, con algunos dirigentes atizando la polarización social para sacar el rédito correspondiente. Dentro de esa corriente de fraternidad que ha llenado de voluntarios las calles de las zonas afectadas destaca la llamativa y numerosísima participación de la juventud. Esa misma juventud que ha soportado durante muchos años la etiqueta de 'generación de cristal'. Se les reprochaba, y quizá a veces con razón, la pérdida de aquellos valores tradicionales que ayudaron a construir el Estado del Bienestar del que ellos solo se preocupaban de disfrutar. La responsabilidad, el esfuerzo, la constancia o el sacrificio parecían haber quedado en el olvido, arrinconadas en la memoria por unos tiempos que premian el hedonismo, la fama o el éxito por encima de casi cualquier cosa. Pero ahora, justo ahora, cuando España se ha enfrentado a la mayor catástrofe natural de su historia reciente, esa misma juventud, vilipendiada tantas veces por sus mayores, ha dado un paso al frente, escoba en mano, para dar una lección al país y al mundo.
Han sido ellos los que han hecho el trabajo de funcionarios que no llegaban o no avanzaban a la velocidad que requerían quienes todo lo han perdido. A veces con más corazón que cabeza, guiados por ese frenesí juvenil que tantas veces les dijeron que no tenían, se han echado a las calles de sol a sol para ayudar sobe el terreno al que se lo solicitaba o para organizar toneladas de donaciones en cualquier ayuntamiento o nave industrial de España. No han esperado a que nadie diera las órdenes, a que los afectados les solicitasen recursos o a que alguien decidiese si las competencias eran de unos o de otros. En el caso de los jóvenes autóctonos de las zonas afectadas, les ha bastado con oír el grito desgarrado de sus vecinos para calzarse las botas de agua, mientras otros miles de chavales se han cruzado media España tras contemplar por unos segundos la desesperación de unos desconocidos a través de los medios o las redes sociales. La esperanza del resurgir de España, al menos de corazón, reside en esos críos que con las clases suspendidas recorrían su pueblo con un carrito de supermercado para ofrecer comida a los damnificados.
A esa juventud hay que aferrarse para confiar en el futuro, al menos hasta que sus mayores dejen el cortoplacismo, el tacticismo, la polarización y el electoralismo a un lado para afrontar la reconstrucción. Una reconstrucción que va más allá de devolver la normalidad a las zonas afectadas, ya que afecta también al propio sistema autonómico e, incluso, a la propia democracia española, tocada -pero no hundida- por una DANA que ha dejado en evidencia las costuras de una nación que en la tragedia ha demostrado estar por muy encima de sus gobernantes. Con la juventud, esta vez, como punta de lanza. Su valentía y energía cuando el Estado permanecía en shock debe servir de ejemplo a la hora de afrontar los retos que se presentarán tras la catástrofe.