Los que son o fuimos periodistas de prensa, esos a los que nos daban lecciones sobre la raza y las linotipias, a finales de los 90 y los 2000; esos que luego tuvimos que contar al resto que enviábamos portadas por fax, disfrutamos de nuestra propia jerga. En ella se encuadra la nevera, noticias preparadas con antelación, que tienen hueco en fines de semana, fiestas de guardar o jornadas con poca chicha informativa. Porque, seamos claros: esos reportajes las más de las veces tienen más alma que noticias que también algunos denominamos de carril, nacidas de ruedas de prensa insulsas, para justificar la militancia o para salir del paso. Una prueba de todo esto la veía esta misma semana en el Diario, con el reportaje sobre el Trujillano, el Truji para los que vivimos en San Antonio en algún momento del último medio siglo, con Luis como protagonista. Chapeu. Fue ponerme a leer el texto de María Espeso y los recuerdos empezaron a caer como aquellos lamparones que poblaban nuestras camisetas ochenteras y daban prestigio en una niñez que, en un grado no pequeño, vivimos en la calle. Nada que ver con la actual. Por una de esas calles de la zona norte, la de Los Charcos, había -efectivamente- charcos, arena. Pedruscos varios. Aquella cuesta en la que los SEAT y los Renault se agolpaban a los lados. Más tarde, los Nissan Patrol… Otra época. Un servidor pasaba muchas veces por allí. Estaba casi a mitad de camino entre la casa de mis padres y la de mis abuelos paternos, en Luis Valero. Y la vuelta era un festín. El señor Fermín, enfrascado casi siempre en sus manualidades con palillos para componer la torre Eiffel, o con madera robusta para perfilar murallas, sorteando el tiempo con sus adivinanzas, me daba una propinilla al salir por la puerta, que no llegaba a destino. El Truji o Fátima eran como imanes para aquellas pesetillas que se convertían, como por arte de magia, en pipas con sal o en Jumpers. Manjares juveniles. La vida, que suele ser un círculo impertinente, plagada de alegrías, miedos, risas y llantos, me juntaría años más tarde con el hijo del creador de tan magno aperitivo que, estoy convencido, ayudé a proyectar en sus años de despegue. Leo el reportaje con una mezcla de alegría y nostalgia, porque creo de verdad en lo importante que han sido negocios de barrio como El Truji. Lo deja claro el protagonista hablando del papel que tuvo en la pandemia, repartiendo a domicilio víveres y que se ha quedado, como las videoconferencias, de aquella época. De hecho, si hablamos de negocios ejemplares, no se me ocurre mejor ejemplo que éste, con unos propietarios serviciales, cercanos, educados y resolutivos… Los padres y sus hijos. La nostalgia, como más de una vez profirió García Márquez, suele mantener los buenos recuerdos y llenar de neblina los que no lo fueron tanto. Pero familias como ésta se ganaron el corazón de no pocos vecinos. Obviamente, tras salir de la casa de los abuelos y gastar aquellas monedas, tenía que hacer tiempo para engullir las chucherías, y, si había que cenar dos veces, se cenaba, que siempre es mejor que dar demasiadas explicaciones que casi nunca nadie aguarda de ti. Qué bello es recordar, aunque a veces duela, porque como diría el autor colombiano, por pasajes efímeros pero a la vez intemporales como éste, podemos confesar que hemos vivido. Ya me entienden.