Un fiscal general del Estado debe estar al frente de la Fiscalía, no del Gobierno. Eso pasaba con Franco. Son palabras de un expresidente del Gobierno. De un expresidente socialista, para más señas. Las razones con las que Felipe González, persona non grata en Moncloa y Ferraz por su defensa de los valores constitucionales que se están erosionando a marchas forzadas para mantener a Pedro Sánchez en el poder, usó para definir la actuación sistemática de Álvaro García Ortiz, investigado por el Supremo por un delito de revelación de secretos, son lapidarias e irrefutables. Y van, además, al corazón de la cuestión: sin separación de poderes e independencia de las instituciones, el Gobierno se convierte en el Estado y, además, en una versión absolutista.
Conforme avanza la causa contra García Ortiz, la devaluación de la Fiscalía General alcanza cotas impensables antes de su llegada al cargo. Fue el propio presidente, cierto es, quien inició la demolición de la credibilidad del cargo cuando presumió de la dependencia política del fiscal, un ejercicio de honestidad impropio del presidente. No porque tuviera razón, sino porque dijo lo que pensaba. Bien es cierto que lo dijo para prometer que pondría a Carles Puigdemont ante la Justicia, pero después le amnistió promulgando una ley de impunidad para delitos políticos y de corrupción que dinamitó la base de la igualdad entre iguales con fines exclusivamente políticos, tal y como reconoció el afamado ministro de Transportes, Óscar Puente. Cosas de Sánchez.
La declaración, ayer, de la fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra, y del fiscal encargado del caso, Julián Salto, no deja lugar a dudas sobre las maniobras de García Ortiz y su mano derecha en Madrid, Pilar Rodríguez, para filtrar documentos vinculados a la investigación al novio de la presidenta madrileña. El fin, al alcance del entendimiento del más torpe, era laminar la imagen de la Isabel Díaz Ayuso, que de nada sería culpable ni corresponsable incluso en el peor de los supuestos para su pareja. El PSOE se escuda en que la filtración, si es que se produjo, pretendía desmentir informaciones al respecto de la supuesta oferta de la Fiscalía para pactar con el investigado, pero aunque fuera esa la intención única, versión que nadie en sus cabales se creería, seguiría siendo una actuación impúdica e ilegal, y en consecuencia impropia de un fiscal general que está abocado a la dimisión o a ser repudiado por sus propios colegas, cuando no a ambas cosas.
Mientras esto sucede, se pretende una ley a medida para coartar la acusación popular y Puigdemont vuelve a poner de rodillas a Sánchez con la cuestión de confianza. ¿Hasta cuándo?