Hay quienes dicen (y escriben) que la ruptura de los pactos autonómicos entre PP y Vox es algo que debilita a la derecha y favorece a Pedro Sánchez. Pienso que es todo lo contrario: esta es la gran hora de Feijóo, la hora de que Feijóo no se equivoque (más) y asuma de una vez que lo más previsible es que tenga que gobernar el país que le deje Pedro Sánchez, y que lo tendrá que hacer solo. Sin el partido de Abascal, que todo el mundo, menos el propio Feijóo, sabía que le iba a dar serios quebraderos de cabeza e iba a convertirse, como ha ocurrido entre Pedro Sánchez y su ex aliado Carles Puigdemont, en su peor enemigo.
En España hay acontecimientos políticos, con gran trascendencia, que se producen por un quítame allá estas pajas. Aquella moción de censura tan mal trajinada por Rajoy le costó a él la presidencia y a los demás el ascenso, seis años ya, de Pedro Sánchez a La Moncloa; un espantoso edificio al que se oponían los Comuns provocó el desastroso (para Pere Aragonés, claro) adelantamiento de elecciones en Cataluña. Y la colocación de unos desafortunados menores inmigrantes en seis comunidades autónomas, a razón de unas pocas decenas en cada una de esas autonomías, ha hecho que Abascal cometa el último y más destacado de sus errores políticos: liberar al Partido Popular de sus acuerdos con la ultraderecha, al tiempo que muestra su peor cara escasamente humanitaria.
Las consecuencias: primero, que Sánchez ya no podrá decir más que el PP es el aliado de esta ultraderecha que se revela tan montaraz. Segundo, que el PP se convierte, ahora sí, en el gran partido del centro, moderado y sin inferencias gritonas y extremistas, que es, me parece, lo que la mayor parte del electorado quiere. Tercero, que ahora el PP podrá actuar con plena autonomía en sus programas y en los siguientes pasos políticos a dar. Y cuarto, que no pocos de esos tres millones de votos que tiene, tenía, Vox, se van a pasar al ya enemigo, es decir, al PP. Para no hablar, claro, de esas decenas de cargos intermedios que habían encontrado sueldo y acomodo en los pactos autonómicos y municipales, porque, aunque estos últimos se mantengan por el momento, va a ser cuestión de semanas el estallido de una corriente rupturista a escala local. Así que sigamos con atención lo que vaya ocurriendo en Aragón, en la Comunidad Valenciana, en Castilla y León, en Extremadura y en Murcia.
Y nada me extrañaría, por cierto, la huida de las filas de Vox hacia parajes menos tormentosos. ¿Qué diablos impulsa a alguien con la veteranía política de Abascal a presentar a Ramón Tamames como su candidato a la presidencia del Gobierno de España? ¿Qué le hace empujar a lo mejor de su partido, representado en Iván Espinosa de los Monteros, a abandonar la formación? ¿Quién le aconseja aliarse en Europa nada menos que con el putinista, trumpista, Viktor Orbán? Podría seguir enumerando errores, pero he de respetar los límites de espacio de este comentario.
Solo espero que Alberto Núñez Feijóo, que se deshace de su mayor problema, no siga creyendo que, por el contrario, la alianza con Vox es una solución que suma escaños para llegar a La Moncloa; más bien, resta, como se demostró en la pésima campaña electoral que hizo el líder del PP en julio de 2023, negociando, entre mítin y mítin, estas alianzas autonómicas con Vox que no han durado ni un año, y, por cierto, qué año. El PP es, por vocación (me parece), un partido templado, quizá a veces demasiado templado; previsible –digo lo mismo--; cauteloso –ídem--. Son virtudes muy arraigadas en la forma de hacer oposición de un Feijóo al que le han faltado ataques de audacia, visión de las jugadas y gestos carismáticos en su muy rectilínea, quizá aburrida como todas las rectas, trayectoria.
Pienso, y lo digo sabiendo que decir este tipo de cosas siempre nos trae problemas a los periodistas, que Feijóo sería, será, un bastante buen presidente de Gobierno en un país estructural e institucionalmente normalizado (que lamentablemente ahora no es el caso). Pero, en cambio, está resultando un mal líder de la oposición: el gladiador Sánchez, que es un fuera de serie en lo suyo (y no, no es un elogio precisamente), se lo merienda casi cuando quiere. Y eso, el cuento de que Goliath, con los blindados de La Moncloa, siempre gana a David, que encima va por la vida desarmado y algo despistado, ya no puede seguir siendo así.