La empatía, una de las palancas de la inteligencia emocional, nos impulsa a ponernos en el lugar del otro y comprender su perspectiva. Sintonizar con su enfoque, analizar desde su punto de vista y, sobre todo, ser capaces de disculparse. Al menos, abordar la discrepancia con sobria mansedumbre. En las antípodas de esta actitud encontramos la petulancia autosuficiente y la soberbia, máscara de la ignorancia.
Quien ostenta poder ha de administrar sus responsabilidades asumiendo no solo las propias, sino también las que estas conllevan. No solo tomar parte por los errores, sino también por los problemas que se derivan de las decisiones tomadas.
Media España se ha mortificado por la muerte de los guardias civiles de Barbate. Trabajar en la primera línea contra el narcotráfico no es fácil, pero hacerlo con menos medios que los antagonistas es una necedad. Tener averiadas todas las embarcaciones de patrullaje por inconvenientes burocráticos es patético. Y el modo en que se les liquidó a estos servidores públicos, una felonía y una infamia, evidencia la desigualdad en el combate entre narcolancha y chalupa.
Esta precariedad no cuadra con la imagen de un Estado empoderado por gobiernos numerosos, gastos onerosos y formulaciones de modernidad. Hablamos de un cuerpo como la Guardia Civil que padece la falta de medios elementales, lo que genera cierta pérdida de autoestima y, a la postre, desincentiva la eficiencia.
Esta columna reivindica la necesidad de que el gobierno extreme su sensibilidad hacia estos puestos. La vigilancia de las costas es vital para evitar que los traficantes y sus colaboradores den por ganada una partida que juegan con la altivez que entraña saber que se tienen más recursos. Esta columna postula una postura de la dirigencia no ya a favor de la Guardia Civil, sino del blindaje de su prestigio con medios materiales. Y sobre todo, pedir perdón empáticamente. Bajarse del pedestal por su propio pie quienes están a tiempo. Todavía.