El verano de nuestras vidas fue aquel que pasamos en el pueblo. No recuerdo cuál, pero fue ese. Exactamente ese. En Ávila. Con su encanto eterno. Donde muchos de nuestros recuerdos -nos haya llevado la vida donde nos haya llevado- encuentran su hogar.
En esta época del año, pese a los secarrales repartidos por casi toda nuestra geografía, la provincia rebosa de un encanto especial, que es especialmente valorado por gente que no pisa aquí durante el resto del año. De modo que estos meses se convierten en un repositorio de horas que se diluyen en una mezcla de alegría, nostalgia y a ratos sopor. Y si existe un lugar donde el ahora se vive con una magia inigualable son los pueblos. Nuestros pueblos. ¡Qué suerte haber tenido uno!
De ellos vamos servidos por aquí. En ellos, en sus calles empedradas, en esos rincones que guardan entrañables historias de nuestras vidas, en cada sombra de árbol, se esconden los tesoros más profundos de nuestra infancia. Del crecer. Del descubrimiento. De la alegría, también de la decepción. Con ritmo pausado y atmósfera acogedora, con esos saludos entusiastas, casi regalados, que en ciudad no brindas ni a las farolas, los pueblos se convierten en escenario perfecto para forjar memorias en ocasiones difuminadas por el recuerdo borroso de los años. Veranos, en fin, en los que los días parecían eternos y la luz del sol parecía no extinguirse nunca. Los días en los que nuestras madres nos llamaban a gritos para cenar.
No hay mayor libertad que el verano en esos caminos de tierra. Correr descalzo por los campos, explorar bosques y descubrir ríos escondidos. Libertad. Con ese poder de transformar las amistades en algo más, en vínculos de por vida. Tardes interminables en la plaza, jugando a cualquier cosa, inventando mundos nuevos, sintiendo que el tiempo lo para todo. Risas y más risas.
El estío rural supone regresar a las raíces, a esas casas que han visto crecer a generaciones. Escuchar historias de nuestros padres y abuelos, ser el hijo de, atender a relatos de un tiempo que parece lejano pero que se siente cercano.
Ver a nuestros padres bajo una luz distinta, como guardianes de un legado transmitido de generación en generación. El que nos enseña, con su ejemplo, el valor de la tierra, del esfuerzo y de la comunidad. El sudor en la frente para llenar el plato en la mesa.
El pueblo, con su esencia atemporal, se convierte en refugio, en un lugar donde las preocupaciones cotidianas se desvanecen y lo único que importa es el momento. Ay, el momento.
Ávila, con su misticismo y belleza, se convierte durante estas semanas en el escenario perfecto para estos momentos. Vidas curtidas por el sol, los cultivos y el ganado. Es ese lugar donde el tiempo parece detenerse y todo cobra un sentido más profundo.
El verano en el poblado, como dice mi hermano pequeño, constituye un regalo vital entusiasta en el que, sin saberlo, construimos los sueños que nos acompañarán siempre. Momentos de simplicidad pura, de felicidad auténtica, que nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos. De fondo, Siniestro Total. Cada vez que volvemos allí, aunque los años pasen y las caras cambien, sentimos que una parte de nosotros nunca se ha ido. Aunque siempre nos falte alguien. Ya me entienden.