Alfonso VI fue uno de los reyes más inteligentes de toda la Edad Media hispana y quien supo leer mejor el complicado tablero de ajedrez, al que era aficionado, de La Reconquista y los reinos de taifas. Su logro más determinante y trascendental es, sin duda alguna, la conquista de Toledo, la capital del reino visigodo, símbolo y emblema de la España cristiana, pero también mito y referencia para los musulmanes. Su pérdida conmocionó al Islam entero que durante más de un siglo, hasta las Navas, puso todo su afán y empeño en retomarla. No pudo conseguirlo, aunque bien cerca estuvo y no lo hubiera evitado su gran capitán de la frontera, Alvar Fáñez.
Tuvo el segundo hijo varón de Fernando I el Grande, rey de Castilla y de León, buenas luces y también no pocas sombras en su agitada, sinuosa y peleada vida. Pero sus claridades y logros tuvieron la mala fortuna de compartir su tiempo y tenérselas en ocasiones tiesas con el mito y, ojo, realidad también, del más grande de los caballeros y referentes medievales, Rodrigo Díaz de Vivar. Que ya hubiera sido suficiente sombra si encima no se hubiera convertido en inmensa por el poema épico más hermoso que han conocido los siglos y las naciones, El Cantar de Mío Cid, tan enraizado en el sentimiento español que aún, personaje y obra, siguen levantando las mayores y encontradas pasiones
El rey Fernando, a su muerte, dividió su reino. El mayor Sancho II, al que correspondió Castilla, se sintió perjudicado pero mientras vivió su madre doña Sancha, por cuyo matrimonio había llegado su padre a ceñir la corona leonesa, aceptó a regañadientes que sus hermanos fueran los soberanos de Galicia, el pequeño García León, nuestro Alfonso, siempre muy querido y favorito de la hermana mayor de todos, la infanta Urraca.
Panorámica de la ciudad de Toledo que fue un símbolo y emblema de la España cristiana - Foto: David PérezMuerta doña Sancha, un primer pacto entre los dos mayores acabó con García en prisión. Después, el castellano Sancho se lanzó a por el hermano que quedaba con corona y tras derrotarlo, en ello, fueron cruciales Rodrigo y Álvar que, por cierto, lo apresó y luego aceptó permitirle marchar al exilio, algo que consiguieron los buenos oficios de su hermana Urraca. Se estableció en Toledo, donde reinaba el gran Al-Mamun, que había pagado parias pero había sido también el gran aliado de su padre el rey Fernando.
Poco le duraron fortuna y coronas a Sancho II pues en el cerco de Zamora su imprudencia y una lanzada traidora, acabaron con su vida. Alfonso regresó de inmediato, fue reconocido en los dos reinos, ahí se inscribe la leyenda, con posible origen histórico aunque muy aumentado y exacerbado, de la Jura de Santa Gadea y, desde luego, mantuvo a García encadenado. Moriría en prisión, el pobre.
El rey tuvo, desde el comienzo, el apoyo de su más cercano y poderoso vasallo, el conde Ansúrez, fundador de Valladolid, que hasta compartió exilio con él y fue su gran consejero y sostén hasta su muerte y el conde García Ordóñez, el enconado enemigo de Rodrigo, en el cantar y en la historia. Los primeros hermanos, o hermanastros incluso, Díaz de Vivar, que había sido alférez real de Sancho y Fáñez tuvieron desde el principio lugar de relevancia en la corte. Álvar, casado además con la primogénita del conde Ansúrez, escaló posiciones en la cercanía del soberano. También en ella, y durante cerca de siete años, estuvo el Cid, casado a su vez con la hija del conde de Oviedo, Jimena actuando en hechos relevantes de la corte como la apertura del Arca Santa en la catedral ovetense. Pero ninguno de ambos alcanzó la dignidad condal.
El primer destierro del Cid tuvo lugar ya pasados en la corte y por un problema habido con Ordóñez en tierras sevillanas y cobro de parias, el conde riojano salió malparado, o bien por un ataque de Rodrigo, ¿y Alvar?, por tierras alcarreñas para responder una incursión mora, estando el rey estaba en Toledo y supuestamente había sido puesto en peligro.
Ya desterrado el Cid, y mientras andaba con su mesnada por territorio moro, ora combatiéndoles ora poniéndose al servicio del rey de Zaragoza, Alfonso puso en marcha su muy elaborado plan y consiguió hacerse con toda la Marca Media, todo el reino de Toledo, que incluía toda la frontera del Tajo y el Henares hasta Medinaceli y, por el otro lado, hasta más debajo de Talavera y allende del río hasta la misma Cuenca que también puso bajo su dominio.
Utilizó para ella la más elaborada estrategia, conjugando fuerza, diplomacia y división del enemigo. Prestando apoyo contra otros reyezuelos de taifa al nuevo rey toledano, el poco fiable Al-Qadir y haciéndoselo cobrar en plazas fuertes con lo que iba yugulando a la propia capital. La primera, la poderosa Zorita que entregó a su ya capitán de la frontera, Alvar Fáñez. En 1085, madura la fruta, rodeó Toledo y tras hábil negociación y duro cerco, consiguió que se le entregara. Fiel a su talante y perspicacia otorgó a musulmanes y judíos el seguir disfrutando de sus bienes y practicar su religión, algo que, sin embargo, su esposa la franca Constanza y el obispo no iban a tolerar en cuanto tuvieron oportunidad y excusa para hacerlo. Por ejemplo, convirtiendo la mezquita mayor en iglesia, algo que, aunque antes ya lo fuera visigoda, Alfonso había dejado pasar.
El monarca, con ello, se había encumbrado como el más poderoso rey de toda Hispania, la cristiana y también la musulmana. Su hábil política tenía a todos en un puño y a todos exprimía pero sin dejarlos secos del todo. Alvar Fáñez, en la línea de la frontera, era su brazo ejecutor y hombre de confianza, alcaide y príncipe de Toledo, por más señas.
Entre el fuego y la sartén
Las mañas de ambos las relata el rey ziri de Granada, Abd-Allah quien amargamente se queja en su memoria, de cómo Alfonso, a través de su capitán, se hace pagar fortunas por no atacarle y protegerle de los otros y con gran melancolía señala, que con ello, con su propio oro Alfonso se hace cada vez más poderoso y son ellos quienes encima le pagan y proveen de sus caballos de guerra. Y se lamenta, con certera pero inexorable prevención, de que él y los demás taifas se encuentran entre el fuego y la sartén. Entre Alfonso y el imperio integrista almorávide predicador de rigores extremos al que dudan en llamar en su ayuda. Y a quienes acabaron llamando, lo que les costó a la postre el despojo de su trono y la esclavitud en el Sahara, a él y al sevillano Al-Motamid, y la muerte al de Badajoz, Al-Mutawakil.
Para entonces, el rey ya había levantado el destierro al Cid quien andaba de correrías levantinas y de nuevo en buena armonía con él, con Alvar siempre la mantuvo, más necesaria que nunca por la amenaza almorávide que se estaba apoderando de todo Al Andalus y atacaba ya con ferocidad las posiciones cristianas. En una de aquella se produjo el segundo incidente entre el rey y su vasallo, nunca dejó de serlo Rodrigo, al llegar tarde a prestarle apoyo en Aledo. El rey, aconsejado por García Ordóñez, lo consideró traición y este segundo destierro sí fue en verdad duro, pues afectó a su mujer e hijos, a sus bienes y propiedades y fue para su honor insultante.
Tardaría años en cicatrizar esta herida hasta que la necesidad y una terrible incursión del Cid por el feudo riojano de su enemigo Ordóñez le hizo comprender que mejor volver a amigarse que tener tal rival en su contra.
Porque las cosas se estaban poniendo cada vez más difíciles. Llegaron las derrotas, hasta entonces impensables, de la caballería pesada castellana, que barría con cierta facilidad a los andalusíes, ante los fanáticos y duros morabitos almorávides.
La primera había tenido lugar tan solo dos años después de tomar Toledo, en Zalaca o Sagrajas (1086). La siguiente embestida, en Aledo, se saldó en fracaso moro. Sin embargo, las tornas habían cambiado, los sarracenos iban a la ofensiva y los cristianos estaban ya a la defensiva. Tan solo el Cid, que había tomado Valencia, conseguía castigarles con una fuerte derrota en Cuarte (1094).
El Cid pierde a su primogénito
La balanza ya se inclinaba peligrosamente y se venció del lado moro en Consuegra. Y de manera muy dolorosa. Sobre todo para el Cid, que allí perdió a su primogénito y único varón, Diego, que ya iba al mando de su mesnada. El Campeador se había quedado en su conquistada Valencia. Se le echó la culpa, el propio Fáñez -así lo señaló, al conde García Ordóñez una cuenta más pendiente con Rodrigo- que no flanqueó debidamente sus líneas, como le había sido ordenado, algo que sí hicieron entre ellos Fáñez y el conde Ansúrez.
Pero lo peor aguardaba y comenzó a caer en cascada. El Cid murió en 1099 en Valencia mientras que otra gran embestida musulmana tomaba tanto Consuegra como toda la línea de castillos y cercaba Toledo. Resistió allí Alvar 10 días de tenaz y duro asalto que casi consiguió expugnar sus muros. Alfonso acudió en ayuda de Jimena a Valencia pero tras un combate que acabó en tablas decidió que era imposible defenderla y la abandonó, trayéndose a la viuda y a sus hijas con él.
Los siguientes años fueron de continuos ataques pero ninguno masivo en la frontera del Tajo y consiguió mal que bien el capearlos. Hasta que llegó el gran desastre en el que se tambaleó el reino, perdió a su heredero y amargó sus últimos días hasta su muerte menos de un año más tarde. La terrible derrota de Uclés (1108)
El rey Alfonso VI se había casado cinco veces, o seis incluso, si la mora Zaida e Isabel no son la misma persona, pero solo había concebido un hijo varón que viviera. Las reinas habían sido Inés, luego Constanza, Berta, Zaida-Isabel y ya tras morir el infante Berta.,
Entre Inés y Constanza quien le dio a su primogénita, la luego reina Urraca, había tenido como amante a la leonesa Jimena con la que tuvo dos hijas Teresa y Elvira de Portugal, a las que dio rango aunque no de herederas y casó con nobles francos. Teresa con Enrique de Borgoña, a quienes haría condes de Portugal y de los cuales nacería su hijo Alfonso Enríquez a que se convertiría en el primer monarca luso. Fue la mora y bellísima Zaida, viuda del hijo de Al-Motamid, a la que Alvar Fáñez rescató de Almodóvar del Río donde estaba cercada, de quien se prendó y que le dio el ansiado heredero, Sancho.
Uclés supuso una hecatombe. Frenada la embestida de la caballería pesada castellana y envueltos por los flancos por los ligeros jinetes musulmanes la matanza fue terrible. Los condes intentaron huir con el infante herido «que montaba bien a caballo pero aún no tenía fuerzas para defender con la espada», los alcanzaron bajo los muros de Belinchon que no le abrieron las puertas al haberse sublevado la población mudéjar y acabado a la guarnición castellana. A los siete condes y al infante los mataron a todos.
Única solución
Solo quedaba una heredera de matrimonio legítimo, Urraca, su hija habida con Constanza (1081) que estaba a la sazón viuda tras haber muerto su marido Raimundo de Borgoña. Ante ello, a Alfonso se le ocurrió que la única solución de emergencia para asegurar el territorio era casarla con el rey aragonés. El muy guerrero y triunfante, el único que se las tenía tiesas con los almorávides, Alfonso el Batallador. Con él y con Alvar en la frontera del reino y Toledo podrían salvarse. Pactado aquello el rey Alfonso VI, el Bravo, murió. Lo hizo en Toledo, la capital del primer reino de Hispania, que había logrado recuperar el Islam y por lo que debiera pasar en letras de oro a la historia, pero que una muy enraizada leyenda y un inmenso Cantar la dejan en plata, cuando no embarradas.
Lo de la boda de Urraca con el batallador no resultó ninguna buena idea. Pero eso ya es otra historia.