Me encantan los viajes y, recientemente, he realizado uno que he disfrutado de forma excepcional. Ha sido una excursión al pasado. Nada menos que al cuarto milenio antes de Cristo. Como no hay viaje que resulte extraordinario si no vamos acompañados de un guía que domine a la perfección cuanto deseamos descubrir, a mí me ha cabido el honor de sentirme conducido por el mejor guía posible y por el mayor experto en ese Ávila antiquísima al que me he desplazado. Hablo de mi buen amigo J. Francisco Fabián, arqueólogo territorial de la Junta de Castilla y León en nuestra provincia durante decenios. El recorrido físico que hemos hecho juntos fue escaso, de apenas seis kilómetros, que son los que separan la capital del dolmen de Bernuy Salinero. El recorrido temporal, sin embargo, ha sido enorme, de seis mil años atrás, aproximadamente, pues, gracias a Fabián, me he trasladado durante un par de horas al Neolítico, período en el que he podido "ver" cómo vivían nuestros antepasados, cómo pastoreaban, se reunían entre ellos, establecían jerarquías sociales, amaban, guerreaban, subsistían o enterraban a sus muertos. Él me ha mostrado gentes a las que abrigaron los mismos horizontes que ahora nos abrigan a nosotros, pisaron la misma tierra que pisamos, moraron bajo este mismo cielo, contemplaron idénticas estrellas, bebieron de idénticos ríos y arroyos, recolectaron para alimentarse pamplinas, boruja y cardillos en prados que hoy recorremos y tuvieron sueños, miedos, desesperación y esperanzas en escenarios que, en 2024, conocemos tanto mis amables lectores como yo. Ahí, en Bernuy Salinero, tan cerca y tan lejos.
Reitero, sin caer en exageración alguna, que me ha parecido asombroso aproximarme a tan remotas gentes y épocas de las que procedemos. El futuro, ciertamente, se nos presenta opaco del todo, pues es imposible imaginar qué será de la humanidad dentro de seis milenios (si nuestros hijos, nietos y tataranietos no cometen la salvajada de destruirse a sí mismos en un apocalíptico holocausto nuclear) pero el pasado nos lo develan milagrosamente investigaciones casi detectivescas de arqueólogos como Fabián. Y conmueve, ya lo creo, adentrarnos merced a sus pesquisas en el día a día de hombres y mujeres que, en lo que acabaría llamándose Ávila, moraron cuando a Cristo le faltaban cuatro mil años para nacer y morir. Cuando nómadas y cazadores comenzaban a fijarse por doquier en asentamientos, a ser recolectores y a ejercer el pastoreo. Cuando la rueda aún tardaría siglos en ser utilizada. Cuando la cocción del barro era llamativamente tosca y producía cerámicas elementales en las que aquellos sufridos seres comían. Cuando a los treinta y cinco años eran ya ancianos. Cuando, igual que sus animales, aguantaban acurrucados entre cuatro piedras los rigores del frío, del cierzo y de la nieve… Resulta, sí, fascinante acercarnos a ellos cuando las ideas, la filosofía, la religión y las respuestas a tantos y a tantos porqués como asaeteaban su sien eran ingenuas, primarias y endebles, algo más endebles, primarias e ingenuas (nos gusta creer) que las que la orgullosa civilización de ahora mismo da a tantos y a tantos porqués como nos siguen torturando a nosotros seis mil años después.