Son las cifras mundiales que, naturalmente, no corresponden sólo al año que nos ocupa. Los datos finales no se sabrán nunca porque la COVID-19 sigue causando fallecimientos en todo el mundo. En 2020 en España se cerró el conteo en sólo 50.000 personas muertas según estimaciones oficiales de Ministerio de Sanidad que, sospechosamente, no coincidieron en aquel año, ni coinciden ahora, con los datos de dos organismos oficiales tan prestigiosos como el Instituto de Salud Carlos III o el Instituto Nacional de Estadística. Los chinos, los dudosos exportadores, aún siguen guardando silencio sepulcral sobre esta pandemia que arrasó el mundo y que parece tuvo su origen en el mercado de animales de la ciudad de Wuhan que fue cerrado tarde, el 1 de enero de 2020, cuando el virus ya campaba a sus anchas por el mundo, y cuando en España el doctor Simón, un portavoz desafortunado, intentaba tranquilizar al gentío con un engañabobos: «Solo afectará a dos o tres personas». La Organización Mundial de la Salud tampoco estuvo muy presta y hasta el 9 de enero- ya el bicho estaba matando a troche y moche- no declaró la pandemia. Dos meses después, el 14 de marzo, el Gobierno de coalición socialcomunista, Sánchez-Iglesias, nos confinó en nuestras casas donde estuvimos saliendo a las ventanas como único contacto con el exterior hasta el 2 de mayo, día en que Sánchez decretó la «desescalada» y la «nueva normalidad», términos desechados inmediatamente por inoperantes y falaces.
El presidente Sánchez, que había ganado las elecciones, por fin constituyó su gabinete, cuatro vicepresidentas y 18 ministros nada menos, y anunció que sus reformas se dejarían sentir, que cambiarían el mapa sociológico español. Y a fe que lo consiguieron. Por lo pronto, las Cortes aprobaron la llamada Ley Celaá, invento de la ministra de Educación recurrida 1.000 veces y aplicada mínimamente en las regiones. Sus críticos, los más, la sentenciaron así: «Se carga el mérito y consagra la mediocridad». Y en diciembre, en plenas Navidades, el Gobierno de izquierda radical volvió a sorprender con un texto ideologizado hasta en el preámbulo para aprobar la Ley de Eutanasia. Las dos leyes respondían perfectamente a la idiosincrasia política del primer Gobierno de coalición que se instaló en España. Vivíamos entonces en un año de malos pronósticos y de refranes brutales, como ese que rezaba y reza: «Año bisiesto, pocos huevos en el cesto». Lo cierto es que en ese ejercicio, mientras encargábamos la compra por internet y por teléfono, los precios no dejaron de subir hasta acumular una inflación que infortunadamente sigue al alza. El personal atizaba a las cacerolas a las ocho de la tarde, pero ya se veía que cada día costaba más llenarlas. La nueva normalidad no se visualizó por parte alguna. Los viejos salían al recreo y los empleados descubrieron el teletrabajo; éste era el panorama del 2020.
Un año que, para colmo, no se sabe si de bienes o de males, constató que uno de los grandes Estados europeos, el Reino Unido, abandonaba nuestra Unión entre diversas pitanzas y jerigonzas alentadas por un primer ministro pirado, Boris Johnson, y unas advertencias llegadas de Bruselas que aventaban las constancias que ya se están produciendo: el Brexit ha resultado un pan como unas tortas para los habitantes de la tópica Pérfida Albión. Ha sido una mala jugada para los británicos que curiosamente, sin embargo, no dejaron de venir a España de vacaciones ni siquiera por temor a la Covid. Nos llegaron turistas que el bicho no pudo reclutar. Llegaban a un país entre miedoso y escaldado, donde, además se oficializó una salida tan discutible como penosa: la del Rey Juan Carlos que, en carta dirigida a su hijo el Rey Felipe VI, le comunicaba su decisión de dejar su país, una suerte de exilio institucional que hasta ahora no se ha subsanado completamente. Algún día quizá se conozca si se marchó o (perdón por el barbarismo) le marcharon.
Y es que España en todo momento siempre es peculiar. Aquí, en plena crisis. El Gobierno tiraba del Erario para cumplir con su programa rabiosamente social de «proteger a los más débiles», así que lo primero que se les ocurrió a los coligados del Gobierno fue aprobar el denominado y alabado por la progresía imperante Ingreso Mínimo Vital, un dinero enorme destinado en principio a socorrer a los supuestos (afortunadamente son menos) 2.300.000 españoles en situación de pobreza. El impuesto ha ido saliendo de las arcas de los Presupuestos Generales del Estado pero a día de hoy -dice la Asociación de Directores y Gerentes Sociales- sólo ha llegado al 20,8 por ciento de los necesitados. La burocracia no ha favorecido que los 171 euros mensuales cubran en su hora las precisiones de los hogares menos favorecidos.
En este año, por lo demás, el mundo, según apreciación general, se libró de la pesadilla universal que representaba el presidente de Estados Unidos, míster Trump, un personaje excéntrico que durante el cuatrienio de su gobernación acreditó el eslogan que marginaba al resto del Universo: «América, lo primero». En aquel noviembre, los yanquis tardaron nada menos que cuatro días en saber quién era su presidente, entre otras cosas porque Donald Trump se dedicó a recurrir casi todos los resultados de 40 estados de la Unión. Al fin fue elegido el veterano Biden y Europa respiró tranquila, sobre todo porque la mayoría de los países de nuestra Comunidad que pertenecen a la OTAN, desde luego que estaban sufriendo, aterradas, cómo Norteamericana estaba dejando de ser el principal contribuyente neto de la Alianza Atlántica. Pero, para que se observe cómo estaba el mundo en aquel año, la opinión pública se conmovió menos por la lucha de los grandes laboratorios en pos de una vacuna contra la Covid que por la muerte cantada del ídolo grandioso del fútbol, en realidad un desecho humano, Diego Armando Maradona al que directamente en Argentina se llamó como despedida «El otro Dios», así y sin reparar en medios en una entierro aplazado que duró nada menos que cuatro días.
España por nuestra parte ni estaba ni para duelos, ni para festejos, por eso un centenario que debería haber sido un clamor cultural superior pasó desapercibido. Se cumplieron los 100 años de la muerte de uno de los más grandes escritores e intelectuales de nuestra historia, y el Gobierno de la Nación ni se enteró. Benito Pérez Galdós, al que se debe en sus Episodios Nacionales una revisión descomunal de nuestra historia reciente, no recibió atención alguna, menos desde luego que el Real Madrid que, como es casi normal, volvió en 2020 a ganar la Liga Española. El año acabó entre el desperezamiento del personal, harto de tanta vida familiar impuesta y naturalmente con la mosca viral detrás de la oreja porque el dichoso bicho no dejaba de visitar nuestras casas ya entonces semivacías. ¡Ah! y desde luego con los separatistas catalanes a la vera de las cárceles amenazando otra vez con el «Volveremos a hacerlo». Y han cumplido su palabra.