El sempiterno debate sobre la posibilidad de retrasar la edad en la que los menores acceden a los teléfonos móviles ha cogido más fuerza este trimestre que en cursos anteriores. Su prohibición se abre paso en los colegios en España a la par que la creciente inquietud social por los posibles abusos y malos usos de los 'smartphones' en edades tempranas. Tras recoger y entregar más de 60.000 firmas ante el Congreso de los Diputados, los grupos de familias y educadores que piden que haya más limitaciones en los colegios, donde los niños pasan gran parte de su día y donde los efectos de la tecnología pueden afectar a su rendimiento y a sus interacciones sociales con el resto de compañeros, han logrado llevar el debate a las instituciones. La restricción de estos dispositivos en las aulas se extiende por Europa, se aplica ya en algunas comunidades autónomas -competentes en la materia- y podría convertirse en norma en toda España si prosperan las intenciones ministeriales expresadas en la última Conferencia Sectorial de Educación.
Que haya comunidades más restrictivas y otras que optan por el no intervencionismo y dejan libertad de decisión a los centros educativos solo evidencia la necesidad de una regulación común, que otorgue amparo legal a todas las casuísticas. Acostumbrados a los cambios de opinión gubernamentales en otras materias, casi ni extraña que la ministra de Educación desechase hace apenas un mes vetar el uso de estos dispositivos en las aulas por considerar que sería como poner «puertas al campo» y dos semanas después defendiese restringir su uso. Bienvenido sea este giro si conlleva, como se anuncia, más análisis y debates con expertos en nuevas tecnologías, sociólogos y psicólogos sobre un asunto con tantas aristas. El dilema merece una reflexión profunda y unidad de criterio.
Como en casi todo en el equilibrio suele estar la virtud. La experiencia docente dice que las soluciones de arriba abajo, basadas en imposiciones drásticas, no son casi nunca una buena solución. Las generaciones más jóvenes son nativas digitales y precisan un adiestramiento en habilidades digitales y en el uso adecuado de los dispositivos tecnológicos en general. No parece lo más oportuno prohibirles taxativamente el uso de dispositivos móviles a los que tan acostumbrados están, seguirán y deberán estarlo en el futuro. La formación sobre el uso responsable de las tecnologías debería recaer en el profesorado y, por supuesto, en las familias. Son ellas quienes deben ponderar a qué edades dejan en manos de sus hijos unas herramientas tan poderosas y educarlos sobre las ventajas y riesgos que conllevan. De nada servirá ese esfuerzo, si las familias no asumen su parte de responsabilidad, educan para un uso apropiado y predican con el ejemplo.