La pasada semana publicamos en las páginas de este diario una serie de reportajes sobre la situación del ferrocarril entre Ávila y Madrid. Lo hicimos con una mezcla de responsabilidad y esperanza. Responsabilidad, porque sabemos que hay cosas que deben decirse alto. Y esperanza, porque creemos que contarlas puede servir para algo. Contar lo que pasa, tal como es, sin adornos ni excusas, todavía puede mover algo más que la tinta: puede remover conciencias, generar conversación, incluso abrir una posibilidad para el cambio.
Suponíamos, pero siempre está ahí la duda, la fuerza de la respuesta. Nos han escrito ciudadanos de a pie, trabajadores ferroviarios, viajeros cansados, responsables sindicales. Nos han dicho: «Gracias». Nos han dicho: «Por fin alguien lo cuenta». Nos han dicho: «Esto no puede seguir así». Y, sobre todo, nos han dicho que sí, que aún hay esperanza de que se escuche, de que se actúe, de que se den nuevas oportunidades a una tierra olvidada. Es gente que coge el tren cada día o varias veces cada semana, que ha vivido los retrasos, los parones, las curvas interminables. Gente que agradece, simplemente, que alguien ponga palabras a lo que tantos sienten desde hace tanto tiempo. Yo mismo, cada vez que entro en la estación, no puedo evitar una sensación de déjà vu. Ese edificio parece anclado en otra época, más pasado contemporáneo que presente moderno. Todo sigue más o menos igual. Y lo peor es que ya no sorprende. Es como si nos hubiéramos resignado a que pocas cosas cambien. Pero no debería ser así.
Lo que pasa con el tren no es solo una cuestión de infraestructuras: es un símbolo de los palos que recibe esta tierra. Y, lamentablemente, no es el único. Este viernes recibíamos la visita del secretario de Estado de Cultura, Jordi Martí, y hemos podido narrar un giro de tuerca al proyecto del Palacio de los Águila. Aunque hay avances, la sensación nos es familiar, muy de Ávila: hemos esperado mucho para tan poco.
La hostelería, por ejemplo, confió durante años en que ese espacio sería un emblema, un punto de atracción cultural y turística de primer nivel. Algunos montaron sus negocios con esa ilusión. Hoy, casi treinta años después, algunos de aquellos valientes ya se han jubilado sin ver cumplida aquella promesa. Y qué se les puede decir ahora. Simplemente demostrar un verdadero cambio de rumbo con todas las instituciones y partidos remando en la misma dirección. Vuelve a ser la única solución.
Las dos historias hablan de lo mismo: de la necesidad de alzar la voz por Ávila. De no aceptar sin más que se nos diga que esto es lo que hay. De creer que esta ciudad puede aspirar a más, porque tiene con qué hacerlo: talento, patrimonio, ganas y una ciudadanía que, pese a todo, sigue tirando del carro.