Hay fotos icónicas. Fotografías que retratan nítidamente el alma, ese halo intrascendente y, curiosamente, a la vez trascendente en sí mismo que no podemos contemplar. Imágenes que nos rodean y abrazan en el silencio emotivo y desbordante de nuestros sentimientos. Que forman parte de un pasado común, imaginariamente realista. Que lo recogen todo en la profundidad lene y suave de los gestos. Del rictus. Con una envolvente de metáforas entre el dolor y el desgarro punzante, la ternura de un adiós sin saber si hay o no retorno, y la fragilidad misma de los instantes de la vida.
Emigración. El sueño y el desgarro. La esperanza y la despedida. Lo nuevo y lo que dejamos atrás. España ha sido un país de emigración. De adioses sin retornos. De sueños que se desvanecen en la zozobra de la resaca de un oleaje rompedor. De familias que se han separado de por vida. Sin nada en el equipaje, ligeros como los hijos de la mar machadianos. Miseria y analfabetismo, el finesecular del diecinueve y comienzos de todo el siglo XX. La emigración tras la guerra, el hambre, la miseria en el campo. La marcha a las ciudades y sobre todo a América, en tanto el solar europeo devastado por la segunda guerra mundial no nos abría las puertas. Hijos, padres, hermanos, océanos de adioses infinitos y siempre en el recuerdo y la idealización de la familia, de la tierra, del pueblo, de los nuestros. "Gallegos", "gachupines", emigrantes, gente recia, seria, trabajadora, ahorradora, entregada. También resignada, pero siempre emprendedora.
El viejo drama, ese que se exterioriza en una frase muy sencilla, allí o eres de allí, aquí ya no eres de aquí, y sin embargo de los dos lugares. Mucho ha cambiado. Incluso las conciencias. Años cincuenta y sesenta, la España de las maletas. De los trenes y los barcos. Cabo San Roque, desde Vigo a Buenos Aires y Montevideo. Catorce días, catorce noches. Toda la esperanza en los ojos agudos y vivaraces de niños y familias que viajaban sin saber qué ocurriría. A qué nos suena esto. Y ahora, miramos con desdén y deprecio al que viene. Lo insultamos o pseudobautizamos con la soberbia y la arrogancia displicente del vanidoso o del xenófobo. Somos muy xenófobos. Exclusivos y excluyentes y olvidamos nuestro propio pasado y nuestros viejos fantasmas.
Viejas fotos de pasados nunca idos ni olvidamos. Memoria viva, la nuestra, la que nos rodeó. La de los nuestros, nuestros pueblos y aldeas. Una foto, la de Manuel Ferrol, en el puerto de A Coruña en 1957. Un niño llora entre la emoción y del desconsuelo del que emigra, un llanto contenido e inocente, no menor al de su padre que le abraza firme y a la vez lloroso. Adioses que nunca se saben si vuelven a ser holas presentes y emocionados. Setenta años atrás. Mundos desconocidos y todo por hacer. Ese niño, acaba de fallecer, Juan Jesús Calo, a los 75 años.
Esos ojos mirando hacia la finitud de cientos de personas agolpadas ya en el pasaje de un barco a punto de zarpar y que dicen adiós y un os quiero. La entrepuerta de la emigración que a tantas familias y personas salvó de la pobreza y de la miseria. Años de dictadura. De enormes dificultades. Y América, sobre todo, América Latina nos acogió y abrió sus puertas como antes lo hizo Cuba y tantos y tantos países. Aquellas remesas, aquellos indianos, aquellos que ya nunca volvieron pero llevaron en su corazón y su vida jirones eternos de España, de Galicia, de Asturias, de Canarias, de Extremadura, … Fotos de mil vidas.
Foto: Manuel Ferrol