Cuando se habla de patrimonio en mayúsculas suele pensarse, a veces por fácil y cómoda simplificación, de espectaculares edificios o imponentes creaciones arquitectónicas que no solamente han sobrevivido al paso de los siglos sino que están orladas por un sello de excepcionalidad que abarca variantes como la belleza, la singularidad, la originalidad o sólidas incitaciones al asombro. Pero también el patrimonio, como bien ha reconocido la Unesco, hace referencia a valores inmateriales que han sobrevivido al discurrir del tiempo y que se asientan sobre la riqueza del sentimiento, de la espiritualidad o de unas raíces intangibles pero fecundas que de alguna manera siguen (o deberían seguir) vivas.
De ambos valores patrimoniales, los materiales y los inmateriales, hace gala, y mucha, el tesoro que nuestros antepasados celtas nos legaron hace más de dos milenios (evidentemente sin saber que lo hacían) y que ha llegado hasta nuestros días, en general, en un aceptable estado de conservación, teniendo en cuenta que hasta no hace mucho tiempo esa riqueza que ahora defendemos no tenía ese sello de valor grande.
Pocos lugares de España, de Europa y del mundo pueden presumir de contar en tan poco espacio físico con yacimientos prehistóricos tan relevantes como los castros de Ulaca, Cogotas, La Mesa de Miranda, El Raso o Sanchorreja, repóker de asentamientos de la Edad del Hierro que son joyas que, como tales, deberían estar mucho más reconocidas por los abulenses y también más protegidas.
Está haciendo un notable esfuerzo la Diputación por avanzar en el camino del conocimiento, la difusión y la protección de los yacimientos prehistóricos por su enorme valor cultural y turístico, valga como ejemplo su apuesta en Ulaca, en Navarrevisca o en la Pared de los Moros, contando siempre con el entusiasta pero limitado poder económico de los ayuntamientos afectados, pero sigue echándose en falta una implicación más decidida de la Junta de Castilla y León en este campo.
También se echa un poco en falta que los abulenses sientan como algo plenamente suyo esa riqueza milenaria que de alguna manera nos define, una labor de difusión y concienciación en la que no todo ha depender de las administraciones sino también del interés cercano o, también podría decirse, de un orgullo por lo propio que siendo justo no alcanza a tanta población como merecería.
A veces nos empeñamos en ir muy lejos para conocer atractivos turísticos y/o culturales de indiscutible interés, pero nos olvidamos o dejamos de lado, por una equivocada humildad o chauvismo inverso, maravillas que en nada desmerecen a las más publicitadas y que tenemos a sólo unos kilómetros. Conocerlas es disfrutarlas y también el primer paso para protegerlas, y ahí aún nos queda bastante camino por andar.