El Gobierno apoya a los agricultores y empatiza con ellos en todas sus reivindicaciones. Lo han repetido esta semana los portavoces de Sánchez y el propio presidente hasta aburrirse, dando la impresión de no saber que las protestas del campo se dirigen, entre otros objetivos, hacia sus políticas. Es posible, absorbidos como están por la rebelión de los fiscales y los jueces, que realmente lo ignoren. No olvidemos que a más de un inquilino de La Moncloa le ha costado ver lo que había más allá de la carretera de La Coruña, por muy cerca que estuviera de sus narices. González no salía ni al cine, hizo hasta una bodeguilla en los sótanos para refugiarse, y Aznar se tapó ojos y oídos como los tres monos sabios de Tokio, sin querer saber nada del clamor que la calle le enviaba en contra de su posición en el tablero internacional. Pero por muy ciegos que estén el presidente, Alegría, Planas y Ribera, el mensaje que han tratado de colocar en los días en que se ha acentuado el estallido de las revueltas de los productores agrícolas y ganaderos no encaja con la gravedad del problema.
Repetir hasta cinco veces la misma frase del compromiso que el Gobierno tiene con los agricultores, y afirmar como si se escuchara una cinta grabada sin fin que van a estar «protegiéndoles, acompañándoles y respaldándoles» suena tan hueco que con el paso de los días las protestas no han hecho sino agravarse. Claro que, con el buen manual del postureo en la mano han ido apareciendo los calificativos despectivos hacia ellos, de momento tímidamente en medios afines aunque dentro de poco estarán de lleno en labios de los ministros. Los tractoristas corren peligro de pasar en pocas horas de estar protegidos, acompañados y respaldados por el gobierno, a ser considerados por el mismo gobierno como peligrosos ultras. Nada como llevar una bandera de España a una manifestación o a un corte de carretera para que te cuelguen la etiqueta de todos conocida.
Al campo le ocurre lo mismo que a cientos de miles de empresas ajenas al sector primario que no pueden soportar ni un día más la presión asfixiante a la que les someten las administraciones, a sus exigencias, a su retahíla de normas y disposiciones, a su aplastante avalancha de impuestos, tasas y peajes. Si a eso le sumamos la conocida Agenda Verde decidida por la burocracia europea para salvarnos la vida, el resultado es la penosa situación de las explotaciones a las que les sale más a cuenta dejar de recolectar que vender sus productos, lastrados por mil y una leyes imposibles de cumplir. Ya lo ha advertido la vice Yolanda Díaz: se puede hablar de todo, menos de la emergencia climática. Eso no se cuestiona, ese es un dogma incontrovertible que te tragas ya viajes en tractor o en un vuelo doméstico. Hasta ahí podría llegar el afán de supervivencia de cualquier colectivo. El planeta se muere de forma inminente, y punto.