Julia Navarro, una de las periodistas que mejor supo contar la realidad de la Transición española y que desde que dio el salto a la narrativa en 2004 no ha dejado de conseguir el mismo éxito y agradecimiento de sus lectores, vino este lunes a Ávila, al escenario de Librería Letras, para presentar su última novela publicada, El niño que perdió la guerra, una obra de ficción situada sobre el doble escenario del Madrid en guerra del invierno de 1938 y el Moscú en preguerra de la primavera de 1939 que tiene como protagonista a un niño, hijo de republicanos, que es enviado a Rusia porque sus padres temen por su vida en la España franquista.
Explicó Julia Navarro que «todos somos, lógicamente, hijos del tiempo en el que nos toca vivir, y en coherencia con ello procuro que los escenarios que elijo estén bien construidos para que lo que hacen los personajes tenga sentido, lo cual implica un trabajo de documentación para que todo encaje», pero «mi objetivo no es hacer novelas históricas sino de personajes; en lo que de verdad me interesa ahondar es en la condición humana porque me parece que el último misterio que hay en la Tierra es el hombre».
Aunque la trama de la novela tiene ese escenario compartido entre España y la URSS en tiempos muy convulsos, la mirada de la escritora va mucho más allá de esos dos lugares «ya que El niño que perdió la guerra es una novela en la que intento reflexionar sobre los regímenes totalitarios, da lo mismo de qué color los pintes, de azul o de rojo, porque al final tienen todos el mismo objetivo de cercenar la libertad de los ciudadanos. Uno de los primeros objetivos de todos los regímenes totalitarios y de las autocracias, y ahora estamos viviendo un auge de ellos en el mundo, es ir contra el mundo de la cultura, contra todo aquel que tiene un pensamiento propio, contra todo aquel que es capaz de crear algo al margen de lo que es el oficialismo en cualquiera de sus manifestaciones, ya sea en el campo de la literatura, del cine, de la música o del arte plástico».
«Los hijos siempre pierden las guerras de sus padres», apuntó la escritora, y «en esta historia, aparte de hacer una reflexión sobre el hecho de que todas las dictaduras son iguales, se pinten de azul o de rojo, quise hablar también del desarraigo, de alguien que se tiene que ir de su país y debe construir una vida nueva en otro lugar, con otro idioma y con otros códigos, un tema que está muy presente en mis libros».
En la guerra civil española, recordó, «muchos niños fueron llevados a la Unión Soviética y también a otros países, con la diferencia de que de otros países podrían volver y de la Unión Soviética no, porque no había relaciones entre los dos regímenes, y aquello fue una tragedia».
Esa forma de actuar de quienes quieren dominarlo todo, siguió reflexionando Julia Navarro, tiene su razón de ser en que «los regímenes dictatoriales quieren imponer un pensamiento único y todo aquel que no comulga con él es considerado un enemigo, y eso sucedió en la España de Franco y en la Rusia comunista, había ocurrido muchas veces antes ese intento de imponer una manera única de pensar y está pasando ahora en muchos sitios».
Alertó la novelista de que «si cogemos el mapa mundi vemos que ahora mismo hay pocas democracias de verdad y que los regímenes totalitarios y autocráticos son mayoría, algo que es muy peligroso» pero que, añadió, «no es algo solamente del presente sino que siempre ha sucedido igual; cambian los países, cambian los tiempos, las manifestaciones de cómo se producen las autocracias o los totalitarismos son distintas, pero el objetivo y las consecuencias de quienes intentan imponer su pensamiento son iguales».
Frente a esa oscuridad, a modo de incruenta arma defensiva, defendió Julia Navarro que «contamos con la cultura, esa cultura contra la que siempre luchan las dictaduras, sean del signo que sean, porque es la que nos da los instrumentos para pensar y configurar un pensamiento propio».
Al hilo de esa reflexión añadió la escritora que «es en el colegio y en la universidad donde se planta la semilla para darnos las herramientas necesarias para configurar un pensamiento propio, y por eso a mí me parece un desatino y algo realmente gravísimo que las Humanidades sean consideradas asignaturas menores en nuestro sistema educativo. La filosofía te ayuda a interpelarte para empezar a ser tú mismo, a cuestionar lo que hay a tu alrededor, a hacerte preguntas, y si te falta esa herramienta es muy peligroso; si no conoces la historia no sabes de dónde vienes y, por tanto, no sabes lo que está pasando ahora ni a dónde vamos; si no estudias la historia del arte, la visita a un museo es muy pobre y no te enteras de nada. Y, si me apuras, yo creo que en el currículo escolar habría que meter incluso historia de la religión, no el contenido digamos doctrinal pero sí la historia, porque de lo contrario no entiendes lo que ha sido Occidente ni el mundo».
Como prueba de que lo que defiende con la palabra lo ha llevado a la práctica, explicó que ella había matriculado a su hijo «en un colegio laico, el Josefina Aldecoa, que escogí precisamente porque era un colegio laico en el que, sin embargo, daban historia en las religiones». Esa decisión del centro educativo seguramente era una forma de coherencia con la escritora que le daba nombre porque, dijo la autora de La hermandad de la sábana Santa, «Josefina Aldecoa consideraba que no se podía ser una persona culta si uno no estudiaba historia en las religiones», y en ese colegio «naturalmente no lo hacían desde el punto de vista de la doctrina espiritual, sino como una parte más de la historia del mundo, de la historia de la humanidad, ayudando de esa manera a entender nuestro pasado y parte de nuestro presente».
«Hay un montón de asignaturas que tienen que ver con las humanidades y que han ido desapareciendo, a pesar de que son las herramientas que nos ayudan a tener un pensamiento propio y un pensamiento crítico, y eso es muy peligroso», acabó manifestando Julia Navarro.