He querido que mi crónica de hoy lleve por título la frase que aparece en la lápida que cubre los restos mortales de nuestro paisano Adolfo Suárez, del que se han cumplido ya diez años de su muerte. Es una frase que me impresiona siempre leer cuando visito el claustro de la catedral de Ávila en el que Suárez yace cerca de otro gran abulense, don Claudio Sánchez Albornoz, medievalista insigne y Presidente del Consejo de Ministros de la República en el exilio. Creo que me impresiona leerla porque es la concordia, precisamente, algo que echo de menos en esta España de crispación y enconos continuos.
Adolfo Suárez se inició en política durante la dictadura franquista. Ocupó cargos relevantes en ese régimen de falta de libertades y, sólo cuando el Rey le confió el gobierno del país en 1976, aquel cebrereño que parecía destinado a no abandonar nunca su falangista camisa azul, sorprendió a todos con una inequívoca voluntad de poner fin a los desencuentros, destierros y repudios que entonces, y desde cuarenta años atrás, aquí se sufrían. Necesitó coraje para reconciliar a las dos Españas. Los Girón de Velasco, los Piñar y un irreductible bunker de fachas auténticos hicieron cuanto estuvo en su mano por impedir que llegasen un día a coincidir en el Parlamento el propio Suárez, Fernández Miranda, Fraga Iribarne… y Carrillo, Pasionaria, López Raimundo, Alberti, Felipe González, etc. Su sincera conversión a la democracia le llevó, incluso, a enfrentarse con gallardía a pistolas que, un 23 de febrero de 1981, estuvieron en un tris de matarle y de tirar por tierra los sueños de libertad de los españoles. Además de valiente, fue honrado, pues ignoró hasta tal punto cualquier tipo de avaricia personal que tuvo que vender la casa que poseía en la calle Telares, para atender los gastos extraordinarios que le surgieron, cuando el cáncer se aposentó en las carnes de su mujer y de una de sus hijas. Prometió lo que pudo prometer. Y lo cumplió, sin cambiar de parecer de la noche a la mañana. El día en el que intuyó que su dimisión era más beneficiosa para España que su permanencia en el poder, dimitió sin vacilar. Sin ridículas teatralidades. Sin provocar saineteros lloros de plañideras reclamándole que permaneciese en la Moncloa.
Pensando en Suárez y en que también ahora necesitaríamos grandeza de espíritu, diálogo y pactos de Estado, confieso a mis lectores que me resultan dignos no sé si de honda lástima o de frío desdén ciertos líderes y ciudadanos de nuestros días cuya historia personal y mental no atravesó nunca por la grandeza de la Transición. Ellos se quedaron anclados en la Guerra Civil, chapoteando en aguas del Ebro, obsesionados con locuras cometidas por unos y otros en Badajoz o Paracuellos. Dan la impresión de que necesitan retroalimentar el odio que los corroe con viejos odios de hace casi un siglo que han vuelto a rescatar, pero que Suárez erradicó de la España que el destino y el Rey le confiaron. ¿Hasta cuándo deberemos padecer el enfermizo rencor que anega a estos personajes, el idilio que los lleva a pensar sólo en sí mismos y la parálisis moral que les impide trabajar por esa concordia que (si se la ama y se tiene reaños) nuestro paisano demostró que es posible conseguir?