¿España está harta, enferma, anestesiada? No lo sé. Somos más de cuarenta y ocho millones de habitantes y la multiplicidad de gentes y de circunstancias que aquí tenemos hace difícil cualquier intento de precisar, con simples adjetivos, qué es lo que hoy le pasa a nuestro país. Además, toda realidad social suele ser muy diversa e incluso antagónica.
Se dan hechos, sin embargo, que nos inducen a pensar que amplios sectores de la población española sufren, en efecto, serios hartazgos. Las protestas recientes del sector primario, colapsando calles y carreteras, parecen una indiscutible prueba de que hay ciudadanos que ya no resisten más. Otros atraviesan en silencio situaciones que cualquier día pueden lanzarlos también al alboroto y la protesta: pequeños empresarios que no ganan para pagar los impuestos que se les exigen, jóvenes a los que resulta imposible emanciparse, jueces ninguneados, sanitarios y educadores infravalorados, policías y guardias, carentes de medios de autodefensa, que se ven obligados a morir a manos de miserables mientras alimañas humanas jalean su muerte…
Son hechos preocupantes, igualmente, los que evidencian que una parte numerosa de España ha dejado de creer en sí misma. Los constatamos cuando millares de españoles reniegan de sus propios símbolos y abroncan su bandera o su himno, sintiéndose orgullosos de exhibir nacionalismos de campanario que han adoptado y con licencia para insultar a quienes creemos en un nacionalismo más amplio que los suyos.
No, no voy a cansar a mis lectores enumerando infinidad de crispadas situaciones que conocen igual que yo y que hacen temer que esta España en la que vivimos quizá no sea la mejor posible. Bueno, la verdad es que tampoco escasean quienes nada temen, nada les inmuta, callan siempre y jamás consideran la mejora como una opción por la que luchar. Parecen adormecidos, por lo que opino que a todos nos vendría bien dotarnos de un sólido rearme moral, aunque ignoro de la mano de quién puede llegarnos ese necesario rearme. Por mi parte, confieso que me cuesta ya confiar en que nuestros salvadores sean algunos caballeros que se ofrecen a liderarnos pensando únicamente en ellos y no en nosotros. Hablo de individuos sin ética ni palabra, orgullosos de haberse conocido, con la palurda aspiración de disponer de coche oficial y con cuajo para aliarse (con tal de no dejar la sabrosa situación que les confiere la gobernanza de España) con gentes que, en España precisamente, vuelcan sus odios más enfermizos. Tampoco confío en el talento redentor de algunas señoras, incomprensiblemente aupadas a relevantes cargos, que nos horrorizan cuando hablan por el barullo de ideas que exhiben y que creen que la desnudez conceptual se logra disimular cubriendo el cuerpo con vistosas telas de modistos que ellas desconocerían si no hubieran refugiado su mediocridad en la política.
Acepto que mi crónica de hoy no es optimista y que podría haberme fijado en realidades que me hubieran facilitado escribir otra con mayores dosis de ilusión. Pero es que también hay realidades que abruman, realidades que, a veces, nos colocan frente al futuro con desencanto, esperando de él no sé qué enorme e imposible milagro para esta querida España que nos vio nacer.