Como buen galileo, Jesucristo no tuvo una relación fácil con el establishment judío del otro lado del Jordán. De hecho, la disonancia heterodoxa constituye la esencia de su predicación, luego convertida en religión. El nazareno sabía de sobra que ciertas normas esencialistas sólo pretendían que quienes detentaban el poder se perpetuaran en él. Nunca fue, en efecto, fácil vivir en aquella tierra, ahora Santa después de su pasión y muerte.
En los años veinte del siglo pasado, intelectuales instalados en Europa veían venir el desastre nazi, emigraron a Rehavia, el barrio «bauhaus» de Jerusalén con la intención que germinara allí cierto estilo cultural y étnico alejado de los extremismos en torno a la arquitectura de vanguardia que estaban fomentando arquitectos judíos. Ese espíritu quedó diluido tras la Gran Guerra. Desde entonces aquella tierra no ha encontrado la paz.
Es una gran metáfora. Desde hace más de dos mil años la tierra en la que Cristo predicó la paz de un modo tan contundente como nadie lo había hecho hasta entonces, está inmersa en una tribulación bélica permanente. El último episodio, a raíz de los acontecimientos de octubre, hace que esta Semana Santa adolezca de una pena y una tristeza que difícilmente puede ser eludida. Los cristianos se esfuerzan porque se pueda rezar y procesionar por los lugares santos, pero hay demasiada sangre de unos y otros derramada alrededor como para que el dolor no exceda a la alegría.
Las veces que he viajado allí siempre he constatado una mezcla única: en Tierra Santa se vive el pasado en tiempo presente y esto hace de ella una tierra única. Y esa historia se cuenta por conflictos. Hasta en tiempos de paz. La gestión de los santos lugares tiene lugar a través de un equilibrio inestable de facciones del cristianismo. Sólo la pericia franciscana hace que aquello sea sostenible. Y este año ha vuelto a aflorar el dolor.