Turismo rural dicen... 'In illo tempore' había más vida en el campo que en los pueblos. El turismo no se conocía y lo rural, en su versión más áspera, era el pan de cada día. Pan que, dicho sea de paso, no siempre se tenía. A veces era lo único que había en las alforjas y con el privilegio de tener vino y azúcar con que empapar el pan, verdaderamente se era dichoso.
Los más pudientes y afortunados vivían en los pueblos 'de cutio'. Mientras, las familias más humildes o bien pasaban todo el verano en el monte y el invierno en el pueblo (circunstancia que ya era 'de facto' un verdadero lujo) o pasaban el año entero en el monte.
¿Aquello era turismo rural?
Aprender a vivir sin apenas nada una vida a menudo corta, austera y vacía. A menudo poco amable vestida de una imprescindible resiliencia, fueron 'mutatis mutandis' los pilares que sentaron cátedra para sobrevivir.
No pudieron decir como Neruda 'in articulo mortis' [confieso que he vivido]. Ellos no vivieron. Sencillamente pasaron someramente por la vida. Sobrevivieron. A principios del siglo XX, la longevidad media en España apenas sobrepasaba los 40 años.
Quizá por eso y porque la vida les obligó a madurar a velocidad de vértigo, no conocieron infancia. La historia, impía e inmisericorde les robó la única riqueza que poseían. Les arrebató el privilegio de ser niños.
Se estampó contra la propia historia un frasquito de cristal con un letrero: "Muy Frágil. Tratar con cuidado. Contiene inocencia, sueños y magia".
Nacieron siendo adultos que, a veces, sólo a veces, tímidamente jugaban a ser niños. Con apenas ocho años cuidaban las ovejas y con quince años eran mujeres y hombres hechos y derechos.
Pensemos hoy en la madurez de los quince años... Probablemente la amabilidad del presente, la suavidad del entorno y los grandes avances que tanto han aumentado la esperanza de vida, contribuyan a dilatar en el tiempo cada una de las etapas de la vida del ser humano. Desde la niñez a la senectud.
Como el ciclo natural de una mariposa, que en pocas décadas se ha dilatado tanto la duración de su metamorfosis que necesita más tiempo siendo huevo, más tiempo gusano, más tiempo crisálida y una vida más larga cuando por fin se transforma en mariposa.
No podemos pretender que los adolescentes de hoy con quince años tengan la madurez de los hombres de entonces con la misma edad. Sencillamente porque si intentamos abrir el capullo de la crisálida para acelerar la transformación en imago, lo mataríamos.
La naturaleza tiene su ritmo. Unos ritmos frecuentemente mutables, pero que no se pueden doblegar al ritmo de nuestras necesidades como seres humanos.
La vida les enseñó desde muy niños a ser fuertes. No tuvieron elección.
Nosotros somos la generación que marcará un antes y un después en la historia.
No estamos viviendo un mundo de cambios. Tampoco estamos viviendo los cambios del mundo.
Estamos viviendo un cambio de mundo.
Aprendieron que incluso en los inviernos más duros y gélidos que azotan el corazón del ser humano, late siempre la promesa de una nueva y deslumbrante primavera.
Que hasta en las profundidades de las noches más siniestras y oscuras, brilla siempre la promesa de la luz en un espléndido amanecer.
Aprendieron que en la vida se puede ser feliz con muy poco y se puede ser muy pobre en medio de la opulencia y la abundancia y poseer sólo dinero.
La verdadera riqueza del ser humano germina en el corazón.
No supieron leer ni escribir. Apenas memorizaron estrofas, estribillos y oraciones que nunca entendieron. Obligados a abrazar un credo que no eligieron y a adorar un Dios opaco, distante, vengativo y en ocasiones tirano que en nada contribuía a solucionar sus desdichas ni suplir sus carencias.
El hambre y el frío no se subsanan rezando. «Cuánto te quiero perrito, pero pan, poquito» ...
Muchos fueron analfabetos. No conocieron más leyes que las que el campo marcaba, pero llevaban en un gesto la escritura, el visado y la honestidad.
Un apretón de manos sellaba cualquier pacto. Tan sólido y enérgico como noble y honesto.
Los hombres de la Sierra.
Hombres de palabra.
Hombres de ley.
Hasta no hace muchas décadas el concepto de la salud pública y la atención primaria de salud era un privilegio no al alcance de cualquiera.
La escasez de dinero físico y la falta de recursos obligaron a las gentes del campo a subsistir con el trueque.
Muchos jornaleros trabajaban «a huebra», cambiando la jornada de trabajo de sol a sol por una ración de comida y algo de dinero o viandas para llevar al hogar. Algunos trabajaban sin comer para llevar a casa las gorjas que sirvieran de pitanza a la familia.
Huevos fritos con tocino en el almuerzo eran un menú habitual y a mediodía el puchero de patatas o el cocido. En la cena, los calostros y las sopas de rucio. Calostros, queso y la propia leche excedente se cambiaba por arroz, aceite, azúcar y productos básicos de los que carecían.
Una de las cabras de la piara estaba reservada para el ordeño del hogar y el tentempié del propio cabrero. Le llamaron «la merendera». Cuando era de ordeño copioso y de ubre fácil, la producción era generosa y permitía el trueque con el excedente de leche. La necesidad y la escasez fueron en sí mismas cartillas de racionamiento y el embrión del trapicheo y del contrabando. Actividades ambas, consustanciales a las carencias más básicas y elementales.
En Navidad, que era cuando las clases más pudientes consumían en las cenas manjares como el cordero o el cabrito, se recaudaban unas perrillas que remendaban la siempre maltrecha economía familiar. Además de la venta directa de la carne de los cabritos y corderos, la venta de las pieles y el intercambio de los cuajos para elaborar el queso permitía un pequeño respiro en el hogar.
Los cuajos eran las sustancias que se extraían de las mucosas de los estómagos de los cabritos y otras crías de animales rumiantes en período de lactancia. Desde hace décadas se sustituyó por el famoso suero de las boticas.
Siempre intentaban unificar los partos para que en esas fechas tan familiares las crías estuvieran en su máximo potencial de aprovechamiento.
Por ende, para agrupar la paridera y gobernar un poco las cubriciones, a los sementales se les colocaba una especie de delantal o mandil de cuero recio o de arpillera con el centro de goma. La única finalidad de este mandil era impedir la cópula haciendo de barrera física ente la hembra y la masculinidad del semental. Había que colocarlo bien ajustado al lomo y los «gorrones» del macho y bien templada la sujeción de las baticolas para que no se moviera demasiado y evitar que las holguras en los cordones y nudos pudieran enturbiar su cometido. Pero, eso sí, no podía ir muy apretado para no perjudicar la integridad del animal. No era cuestión de templar las cuerdas como en un haz de las cargas de leña. En los haces, los amarres no se ataban ni se apretaban los nudos. Se ajustaban los hatillos tan apretados que comprimían la superficie y la estrangulaban tanto como el cuello de una jarra. Por eso se decía que se «ajarrietaban» y no quedaban firmes ni apretados. Quedaban «ajarrietaos».
El acto de colocar este mandil se denominaba «enmandilar» y el macho armado con tales atavíos se decía que estaba «enmandilao». Esta costumbre pastoril es el origen de esa denominación tan autóctona y tan nuestra para aludir a un hombre «calzonazos", doblegado por su mujer. Un ejemplo de tantos de esa terminología con solera: «Mandilón».
Pero la dicha dura poco en la casa del pobre. Pronto llegan los pagos de los pastos, los arriendos, las cuentas que crecen y vencen los pagos de los fiados en las tiendas... y a menudo algún miembro de la familia enfermo que necesitaba atención médica y medicinas que no podían pagar.
Se recurre a cualquier alternativa para parchear y remediar las necesidades acuciantes. El tocino de las matanzas ha quitado hambre en nuestros montes a toneladas. El chorizo y el salchichón se conservaban en aceite durante todo el año o se metían en un departamento del hogar similar a una despensa seca, oreada y fría que llamaban «la fresquera» en un recipiente de barro, tipo barreño, conocido como «balde» o «baño» cubiertos de centeno. Que además de conservar le daba un regusto a grano de cereal que le inyectan aroma y personalidad.
Los jamones, en cambio, apenas se consumían en los hogares. Cuando un pobre comía jamón, uno de los dos estaba malo... Se reservan para el trueque.
El excedente de vino también será un gran aliado en el trueque. Un trueque a menudo desigual, pues los sudores y esfuerzos hasta ver el vino envasado en las frascas de arroba superaban a menudo el valor de la mercancía en los intercambios.
El vino maduraba en las bodegas, donde la uva se pisaba de forma artesanal con botas de goma o descalzos y el mosto resultante se acumulaba por caída en un pozo soterrizo, construido al efecto, que se llamaba «pocillo».
Una vez pisadas las uvas, el mosto quedaba en el pocillo y los racimos recién pisados se volcaban gradualmente sobre una gran mesa con la base del suelo enrejillada. En este emparrillado se frotaban con dos tablas en forma de medialuna, cogidas una con cada mano, zarandeando los racimos entre ambas tablas. Los zarandeos se prolongaban hasta que todas las uvas se desprendían del racimo y caían por la luz del suelo emparrillado para poder pisarlas de nuevo y extraer al máximo el mosto posible. A veces se remataba la labor de exprimir al máximo las uvas, acumulándolas en el fondo del pocillo y estrujándolas con enérgicos golpes propinados con un utensilio fabricado» ex proceso denominado «estrujón». Era sencillamente un cilindro de madera que entraba con holgura en el interior del pocillo y con un astil largo para permitir un movimiento continuado de subida y bajada en el pozo, a modo de pisón.
Los racimos limpios serán los «escobajos». Los pellejos de las uvas pisadas los «hollejos» el zumo de la uva recién pisado será el mosto y la mesa del zarandeo la «zaranda». Los hollejos ,una vez limpios y perfectamente exprimidos y estrujados servirán para destilar el orujo o aguardiente en el alambique y pasarán de hollejos a «la casca».
Cuando el alambique de destilación era en plan industrial, aunque la industria fuera muy modesta, por la forma retorcida, curvilínea y serpenteante de los conductos de cobre del circuito, el alambique será la «culebrina».
Pero no todo eran sudores y amarguras. Del mosto de la uva, reducido y espesado mediante lentas cocciones y añadiendo trozos de calabaza y «sorejones» y algo de miel, se obtenía un dulce típico y artesanal, que se disfrutaba como postre invernal tras una comida copiosa, que requería una cabezadita bien arropado; el «arrope».
En los covachos y los chozos de la Sierra, hasta dormir y descansar supone un esfuerzo.
Si los colchones eran brazadas de helechos y hojarasca, (si era de roble sería «barda»), servirían además de mullido para la cama como repelente de insectos.
Cuando la fortuna permitía dormir en un jergón, periódicamente los vellones de su relleno de lana serían apaleados para mayor esponjosidad del «acamaero», que no de la cama, para hacerla más amable, confortable y acogedora.
Esto permitiría un grato descanso reparador, pero siempre con mesura. Evitando en lo posible amanecer 'in albis' y levantarse adormilado, para afrontar el nuevo día. Lo que en nuestro patrimonio cultural se denomina «amañanao»
En el chozo, en el covacho o en la casilla, había que abrigarse bien para dormir. Llegada la noche, caía el relente y había que dormir abrazados, apretando el cuerpo contra el pecho ajeno. Lo que venía siendo en nuestro acervo del Alberche "arrunchar" y «achorchar».
Arrunchar y achorchar para no coger frío en la noche y evitar amanecer encogido, como los pájaros y los machos de perdiz resfriados. Metían la cabeza debajo del ala y se quedaban como arrugados y mustios.
Como si todo el peso de una manta mojada y pesada se hubiera vencido sobre sus hombros. Se decía entonces que estaban «amantujaos» (arrugados por una manta).
En esos tiempos de escasez y austeridad, médicos y boticas se suplían con la medicina tradicional, los sanadores y los curanderos.
En la sierra, cada hierba tiene su utilidad, cada fruto su propiedad curativa y cada flor su aplicación médica. Lo decía a menudo una curandera reputada: "No hay en Navaluenga hierba que virtud no tenga».
Y no fueron sólo leyendas de pueblo o historias de brujas. Lo describe profusamente Pedacio Discorides en su Grecia natal en el siglo I DC, en su tratado «De la materia medicinal y los venenos mortíferos».
Los fluidos y secreciones de origen animal y los ingredientes de procedencia vegetal e inanimada, a menudo empapada de tintes mágicos (piedras de rayos, huesos místicos, agua) serán ingredientes recurrentes en las pócimas, ungüentos y remedios curativos.
Incluso hubo parajes y fragmentos del paisaje serrano local y vinculado que fueron 'ex aequo' predios mágicos y rincones encantados. Si hay un monte por antonomasia rico en enclaves mágicos y singulares es Trampalones. El monte embrujado de Iruelas.
Entre el gran bagaje de rincones con historia y encanto especial de Trampalones hoy vienen a cuento «El Covacho de los Hacheros» y «El Covacho de las Lágrimas».
A ambos covachos se accede por la misma trocha. Alicia en el País de las Maravillas diría que es la puerta que conecta con la muchosidad. La muchosidad de Iruelas y el embrujo de Trampalones.
En las toponimias reales es «La Apretaura de los Ojales» porque en la distancia, su apariencia angosta, hueca y ovalada, recuerda al ojo de una aguja.
Esta angostura, era el acceso obligado para ascender al alto de la Sierra («el Birlo», que no el «Mirlo» por mucho que se hayan empeñado los topógrafos en corregir el nombre).
Por esa trocha angosta se accedía a la vereda de «La Cuerda de los Cantos Coloraos», con la "Fuente de las Sabinas» en el sopié occidental dando vista a Navaluenga (quizá por eso tenga tan buena agua) y que ascendiendo por «El Risco del Lobo» llega a «Fuente Fría», las «Praderas del Sol» y corona por «El Canto La Vaca» y «El Canto del Acarraero» al «Cerro de la Escusa».
Los guardas forestales no fueron ajenos al Régimen. Durante décadas fueron represores en el monte. Verdaderos reos en las demarcaciones y las casas forestales, que ni un sólo día podían ausentarse de aquellas jaulas con barrotes de oro.
Reos que morirían prisioneros de su propia libertad.
Represores que velaban por el rigor en el cumplimiento de la Ley de Montes que entre otras muchas lindezas prohibía expresamente la recogida de leñas y cándalos.
Cuando los lugareños (que no olvidemos que muchos de ellos igual que los guardas vivían en el monte) eran sorprendidos con una carga de leña, además de la multa pertinente, se les incautaba la leña, las sogas bien «ajarretadas» en los haces e incluso los hachas.
Como todo escaseaba, lo más temido, amén de la multa, era la incautación de los hachas por lo que a menudo se dejaban escondidos en el monte. Ante la sospecha de la cercanía y el acecho de los guardas, algunos de estos Hombres de la Sierra, en su condición 'de iure' de infractores facinerosos, se ocultaban al abrigo de cavidades rocosas naturales, bajo el amparo de los grandes riscos emboscados que llamaban covachos. Era el caso del «Covacho de los Hacheros».
Y muy cerquita en esa marabunta de riscales y farallones, en la cúspide de unas gigantescas piedras caballeras rematadas en una lanchita plana, la erosión y los siglos han labrado una pareidolia en forma de pileta redonda que serviría para dispensar la sal al ganado doméstico. Una de tantas salegas.
A la salega se accede fácilmente desde un cerrito que se alza paralelo y escalonado al risco.
Y la parte baja presenta una cavidad natural en forma de una gran cueva cuyas paredes tienen la corteza interna muy erosionada.
Todo el perímetro interno de la estancia está surcado por serpenteantes y profundas acanaladuras de trazado irregular que le confieren un aspecto de relieve en tres dimensiones extraordinariamente hermoso.
Con la lluvia se filtra el agua desde la techumbre y escurre por los laberintos horadados caprichosamente en sus paredes como un retablo eclesiástico.
Por acción directa de la salega del ático, el agua de los canales tenía un ligero sabor salado. En las salidas de los serpentines de las ranuras de desagüe, magistralmente colocadas, unas macetas de resinero con sus crampones de rigor recogen estas aguas.
Mezcladas con la resina que alberga en su seno serán la materia prima de multitud de remedios de curanderos y sanadores.
Su regusto salado y lo mágico del enclave atribuyen al agua virtudes mágicas, curativas y medicinales. Tanto brillan sus bondades que hasta se utiliza para lavar heridas, salazones, clavos, verrugas y orzuelos. Servía para lavar tapones de los oídos e incluso como materia prima para emplastos, cataplasmas y líquido madre para los preparados del salado y curtido de las pieles.
Aquellas macetas resineras se llamaron «testarros». Los crampones que incrustados en la herida del pino dirigían la resina a la boca del testarro serían las «hojalatas».
Las hendiduras labradas en las caras de los pinos para su resinación se practican con la media luna, las raederas y unos útiles exclusivos de los resineros de Trampalones, Los Recles.
Raederas con una morfología ergonómica y ambidiestra, con los extremos rematados hacia dentro del ángulo de corte de la herramienta y perfectamente afilado y limpios los bordes de restos adheridos. Esta operación se denominaba «abuzar». Es decir, eliminar el bozo, el bozal de restos que tapan la boca de corte de la herramienta e impiden su máximo rendimiento. Si esto sucediera, el recle se habría «embozado».
Para que los niños probarán cuando era menester el agua de aquellas canales de la salega, se les decía que eran los llantos de los angelitos del cielo, que lloraban porque estaban tristes. Lloraban porque el niño estaba enfermo. Si bebía del agua de su llanto, se curaba y ellos dejaban de llorar.
Cuando no interesaba que lo probaran, resulta que el agua con el regusto salado estaba provocado por los cabreros, que orinaban en lo alto de la piedra…
Aquella cavidad por cuyas paredes discurría el agua mágica con sabor salado sería «El Covacho de las Lágrimas».
Una de las muchas joyas de nuestro amplio patrimonio histórico y cultural. Un legado antropológico acuñado en nuestra esencia e identidad. Una herencia única y valiosa cuyo recuerdo y consideración en nuestra memoria, debiera fluir con la misma naturalidad con que sus paredes rezuman gotas de antropología e historia. Pero no de una historia cualquiera. No de una historia lejana. De la nuestra. De nuestra historia.