No es fácil explicar por qué esta nueva oleada de aranceles impuesta por Estados Unidos nos toca tan de cerca. Pero lo hace. No porque Ávila sea una provincia particularmente exportadora –que no lo es, al menos en cifras macro–, sino porque representa algo mucho más íntimo y estructural: la ruptura del orden que conocíamos y la sacudida que eso provoca en nuestras certezas más cotidianas.
Quizás esta sensación tenga componente generacional. Los que estamos rondando los 50 –o ya los hemos superado– crecimos creyendo en la globalización como un progreso imparable, una promesa de horizontes abiertos donde todo era posible si se hacía con esfuerzo. En lo más próximo, creímos que el talento abulense, cuando se sumaba a la autenticidad de nuestros productos y a la nobleza de nuestras raíces, podía cruzar fronteras. Y resulta que ahora, sin avisar, alguien cambia las reglas desde un despacho a miles de kilómetros. Lo preocupante no es solo el 20?% de sobrecoste que se aplicará a nuestros vinos de la DOP Cebreros. Es el temblor que sentimos al comprobar que una decisión así –imprevista, unilateral, interesada– puede paralizar pedidos, cerrar puertas, sembrar dudas.
No nos debería incomodar el cambio. El problema es que este cambio va contra natura: se impone con soberbia, sin diálogo y con una lógica aritmética que desprecia el alma de lo local. En resumen, es la culminación de esa guerra que se viene barruntando hace años y que es económica, porque es la que puede doblegar a las naciones más fácilmente hoy día. Y visto desde aquí, desde nuestro entorno, nos queda el regusto de que esta tierra no quiere quedarse al margen del mundo, pero vemos cómo cada día ese mundo en el que queremos participar empieza a cerrarse en sí mismo y nos despista sobre hacia dónde tenemos que alzar la voz.
Así, el problema no es solo económico. Es moral. Se vuelve a demostrar que los valores están ausentes en buena parte de las decisiones que nos gobiernan. La lealtad entre países aliados parece una idea vieja, y el respeto a los proyectos que construyen identidad desde lo pequeño y lo honesto, una quimera. Ni hay que poner paños calientes ni nadie se puede engañar: este terremoto en el comercio exterior asusta, pero hay que afrontarlo.
Cuando todo lo global empieza a desmoronarse, uno se aferra con más fuerza a lo local. No desde el miedo, sino desde la convicción de que solo lo genuino resistirá. Por eso tenemos la necesidad –más bien la urgencia– de creer que juntos vamos a llegar más lejos. Que esta marejada no nos va a hundir, sino que nos va a obligar a buscar nuevos vientos de cola. Y eso solo lo lograremos si defendemos con uñas y dientes nuestra idiosincrasia y nuestros valores tradicionales.
Pensamos, claro, en nuestros hijos. Queremos dejarles un mundo en el que las decisiones importantes no se tomen con calculadora y desprecio. Queremos que sientan orgullo y tengan posibilidades. Quizás el mundo se esté replegando. Pero nosotros no podemos hacerlo.