Pocas veces unas elecciones han tenido efectos tan amplios como las catalanas. De momento, tenemos a todo el independentismo -incluido, sí, Junts de Puigdemont, que saben que los planes de su líder para ser investido simplemente son imposibles_ replanteándose el quiénes somos, de dónde venimos y, sobre todo, hacia dónde vamos.
Eso, en el nivel autonómico. Pero a escala nacional se está desarrollando un auténtico tsunami no tan subterráneo, del que me parece que no son conscientes quienes cabalgan sobre la ola. No es solamente que el 'statu quo' se tambalee: es que los frágiles pilares que sustenta(ba)n nuestra democracia amenazan con derrumbarse, carcomidos. Y no piense, por favor, que estoy dramatizando.
No, no dramatizo. Pedro Sánchez instauró, tras la moción de censura que le llevó al poder hace casi exactamente seis años (se cumplirá el aniversario en unos días), cambió tanto las reglas del juego que hoy cuesta reconocer históricamente aquel 'espíritu del 78' que saltó hecho añicos precisamente entonces. Las elecciones catalanas simplemente han evidenciado la fragilidad de los acuerdos, algunos 'contra natura', que sustentan al gobierno de coalición que podríamos llamar -y no quiero que suene peyorativo, desde luego_'sanchista/yolandista', porque para nada se le adecúan otros 'ismos' más clásicos, como ese 'social-comunista' que tanto utiliza cierta derecha.
Mantener la utopía de que la coalición del PSOE con Sumar va como si no pasara nada es una falsedad; basta de engañarnos a nosotros mismos. El partido amalgama de la señora Díaz es un montaje atractivo, sin la menor duda. Un impulso a determinadas ideas reformistas de izquierda. Pero ahora, con los sucesivos fracasos electorales y la falta de acuerdo suficiente con las formaciones regionales integradas en Sumar, este partido se ha ido convirtiendo casi en un apéndice del PSOE de Sánchez, que nada tiene que ver con el PSOE anterior al último congreso federal, de octubre de 2021, el último que aún recordaba la versión 'clásica' de las siglas fundadas por Pablo Iglesias Posse en 1879.
Y no digamos ya nada si hablamos de los pactos, quizá no escritos pero reales, con los partidos independentistas catalanes. Con Esquerra Republicana interrogándose qué ha hecho mal para lograr tan magros resultados en las urnas --lo saben bien: son los pactos con el Gobierno central los que han horadado el barco de ERC--,y sin capacidad de decisión hasta noviembre, cuando decidirán hacia dónde tirar, a saber cómo actuarán sus siete diputados en el Congreso.
Y de Junts qué quieren que les diga: saben que la utopía de Puigdemont de alcanzar la presidencia de la Generalitat no se sostiene. Ha perdido y se tendrá que marchar a casa, amnistiado o sin amnistiar. Eso en Moncloa lo dan por descontado -apoyarán a Illa hasta el final, diga lo que diga Núñez Feijóo, que comete un serio error vaticinando lo contrario-. Y me parece que los 'cabezas de huevo' monclovitas ya andan pensando en un eventual adelantamiento de las elecciones, a falta de que Pedro Sánchez, que me parece que está deshojando margaritas, dé el 'sí' que solo a él le correspondería dar.
Sánchez, hasta donde hemos podido entreverle, está eufórico, y su línea argumental es que él tenía razón haciendo las cosas como las ha hecho en Cataluña, amnistía incluida. Tanta euforia, tal falta de autocrítica, son desde luego discutibles, como lo son muchos de sus métodos y actitudes. Pero no puede desconocerse que, con todos los claros y oscuros que se quiera, la situación de la Cataluña post-12 de mayo es mucho mejor que la de octubre de 2017, cuando el independentismo hoy semi hundido estaba tan desafiante.
Sí, algo de mérito tienen en ello Sánchez e illa (e Iceta, que dio un paso a un lado para que ocurriese lo que ocurrió el domingo). Ahora solo falta que todos saquen las conclusiones y lecciones adecuadas: esto no es una competición de poder ni un apasionante juego de tronos para evitar que Feijoo llegue a La Moncloa o para impulsarlo, sino una necesidad de restaurar confianzas en las instituciones, equilibrios en los poderes del Estado, un orden constitucional (incluso poniendo en marcha los mecanismos pactados de renovación de la Constitución) y acumulando toneladas de seguridad jurídica con pactos transversales, casi unos nuevos 'pactos de La Moncloa'.
El 'statu quo Frankenstein' ya no existe, aunque algunos aún se empeñen en no verlo porque no les conviene hacerlo. Es necesario que entre todos reforcemos el sistema, porque España no es, no puede ser, un Estado fallido, sino que es un gran país. A ver si se enteran, nos enteramos, de una puñetera vez.