Mantuve una polémica en la radio de Herrera con el columnista Salvador Sostres y Francia fue, esta vez, el motivo. Descalificaba él, con una crítica a la totalidad, la calidad de vida y de la democracia en el país vecino, al que yo sigo considerando admirable, pese a sus traspiés partidistas, que, por otro lado, evidencian su vitalidad política: ensayo arriesgado es, sin duda, un pacto entre la ultraderecha y la izquierda radical --¿vale con esta definición?- para derribar a un Gobierno de centro-derecha, aglutinado por el presidente Macron al margen, sí, de los resultados de las últimas elecciones legislativas. Pero va a ser ese un acuerdo de papel mojado, ya lo verán, que se restañará como se hacen las cosas en política: hablando y negociando. Y hoy, la vieja Francia está en las portadas de todos los periódicos del mundo, no por su crisis de gobierno, que ya está en las páginas pares, sino por la brillante inauguración de la catedral de Notre Dame, reconstruida tras el incendio que destruyó el monumento en 2019.
Francia ha congregado a líderes de todo el mundo para conocer el resultado de una obra que, en apenas cinco años, ha rehecho uno de los monumentos de la cristiandad. Se ha consolidado, claro, como meca del turismo mundial, al que interesan mucho menos las trapisondas surrealistas de los políticos que las realizaciones de los arquitectos y los centenares de artistas y especialistas que han logrado lo que parece casi un milagro de la construcción.
Me parece algo desmesurado, lo siento Sostres, contraponer las 'miserias' de Francia con el auge de España. Creo que el nuestro es, como Francia -y soy abuelo de franceses--, un gran país, en ambos casos quizá mal gobernados. Pero aquí no logramos, en la fiesta de la Constitución, ni siquiera congregar a los partidos que sustentan al Gobierno central y que son proclives a una cierta liquidación del Estado, y en Francia he asistido al espectáculo de una marcha de protesta de los 'chalecos amarillos' deteniéndose, ante la antigua Notre Dame, aún no devorada por las llamas, para cantar 'La Marsellesa', enarbolando la bandera roja, azul y blanca. Hasta rato iban a faltar, en las fiestas patrióticas del país vecino, los expresidentes de la República vivos, cuando la fiesta de la Constitución en Madrid no consigue atraer ni siquiera a los expresidentes del Gobierno, ni a la mayoría de los presidentes autonómicos. Por no lograr, la fiesta que rememora la unidad y el consenso que dieron origen a la Constitución de 1978 ni logró que se saludasen, aunque no fuese más que por educación, el presidente del Gobierno y el líder de la oposición.
Me sentí, en esta jornada dedicada a conmemorar una Constitución española que cada día se cumple menos y nos enfrenta más, con deseos de ausentarme del edificio del Congreso y volar a París, a ver esa catedral renacida -como un turista más, espero verla en estas fechas navideñas-- , ser testigo de los fastos que los vecinos del norte saben organizar -recordemos los Juegos Olímpicos-como nadie. Decir que Francia está en decadencia, aunque hasta cierto punto lo esté, es como reconocer que, cuando Francia estornuda, España pilla una gripe de aquí te espero. Pienso que tenemos aún mucho que aprender de Francia, incluso de su adaptabilidad política, que a mí no me gusta -ay, Le Pen*--, y del sentido del honor de sentirse francés. Pregúntenles a los notables del mundo que se extasiaron este sábado ante la bóveda de Notre Dame, a ver qué dicen sobre esa pretendida decadencia de la France.