Hay dos momentos del año que compiten por ser su auténtico final: el fin de año y el fin de curso. Ambos finales son esperados, queridos y, al tiempo, algo temidos. Ahora, toca el fin del curso escolar. Es el verano su frontera. Los escolares esperan sus vacaciones, alejarse por unos meses de la disciplina horaria y de los estudios reglados, para ganar espacio de libertad. Antes, eso significaba el lanzarnos a la calle, que por esos meses era nuestra, un espacio que interconectaba a pie barrios y jardines, ciudad y periferia. En el momento actual, esa libertad más bien va a ser para estar más tiempo pendientes de videojuegos, móvil, etc., pues la calle ya no es ese espacio amable que para los escolares antes era. Estamos, pues, en el tiempo de cosechar alegrías o tristezas según la generosidad o escasez de las semillas sembradas a lo largo del curso.
En mi recuerdo, el final de curso traía los cambios del olor y de la luz. El acre oloroso del polvo de tiza, que inundaba las aulas, era sustituido por el de la tierra seca de los espacios de juego. Tragábamos el polvo seco que nuestras correrías alzaban como quien respira a ras de tierra y se la traga entera. Y si un olor del verano era especial, ese era el de la tierra mojada –ahora se llama petricor-, un aroma a vida que antes era frecuente en el estío y que aún a veces se nos regala con alguna tormenta. Era largo el verano y ahora apenas es un suspiro, pues el tiempo se nos va encogiendo con la edad. Hoy, ya no sé a qué huele el final de curso.
Vengo de un tiempo en que la educación suscitaba fe y entusiasmo. Y eso que como escolar sufrí castigos que ahora serían merecedores de un espacio en la prensa. Como supongo que a muchos de mis colegas del inicio del baby boom, pues tuvimos algunos maestros que aplicaban con entusiasmo aquello de la letra con sangre entra; eran tiempos del estertor de la dictadura. Pero los años 80 y 90 fueron de un entusiasmo educativo intenso, años que tuve la suerte de vivirlos ya como maestro. Las experiencias innovadoras, las nuevas pedagogías –que ya habían "descubierto" aquellos enormes maestros republicanos-, el relativo consenso político en este campo, etc., hicieron que esas dos décadas brillaran.
Después, todo ha ido cambiando. La educación se convirtió en guerra partidista y cultural alentada, sobre todo, por aquellos que detestan los valores democráticos o la laicidad de la enseñanza. La escuela hoy es apremiada para que sea el agente resolutor de todos los problemas y conflictos que en la familia, en la calle o en la sociedad no sabemos resolver. Hay un peso cada vez mayor de las tecnologías y del mercantilismo en detrimento de las humanidades. Y las maestras y los profesores, cada vez más agobiados por estar en el punto de mira de todos. Si demandamos con justicia cuidados para los que cuidan de las personas dependientes, nos podríamos preguntar ¿quién cuida de los educadores? Y también deberíamos reflexionar acerca del fracaso y del acoso escolares y dónde quedan el respeto o la escucha. ¿Hemos de asumir el cansancio de la derrota?
Dice el filósofo Emilio Lledó que "Un maestro no es aquel que explica, con mayor o menor claridad, conceptos estereotipados que siempre se podrán conocer mejor en un buen manual, sino aquel que transmite en la disciplina que profesa algo de sí mismo, de su personalidad intelectual, de su concepción del mundo y de la ciencia. Ser maestro quiere decir abrir caminos, señalar rutas que el estudiante ha de caminar ya solo con su trabajo personal, animar proyectos, evitar pasos inútiles y, sobre todo, contagiar entusiasmo intelectual." Permita la sociedad formar maestros así y que así los deje actuar. Mientras tanto, la educación será un fracaso de todos a pesar del esfuerzo de muchos.