En los países de influencia cristiana, mañana se celebra el Día del Padre. Aunque estemos en el siglo de la mujer y sea de la mujer de la que hablamos casi siempre, creo que es un buen momento para compartir también con mis amables lectores alguna breve reflexión sobre la paternidad.
¡La paternidad! ¿Qué es lo que, de forma primordial, nos lleva a los hombres a traer otros seres a la existencia? ¿Qué fuerza nos empuja a ello? ¿La búsqueda quizá del indescriptible placer sexual con el que la naturaleza premia la transmisión de la vida, pero que los anticonceptivos nos permiten hoy conseguir sin necesidad de procrear? ¿Un irrefrenable instinto de perpetuar la propia especie? ¿El hábito social de que las parejas heterosexuales se unan no sólo para complementarse, sino para enriquecer con retoños el propio hogar?
Sea por la razón que fuere, resulta impresionante tomar consciencia de la grandiosidad que encierra la osadía de sacar de la nada a seres a los que damos la oportunidad de existir, de gozar, de reír, de amar, de estremecerse con una melodía, de zambullirse en la inconmensurable belleza del universo…, pero a los que obligamos a nacer sin que nos lo pidieran y sin que nos autorizaran para ello, a los que traemos también al mundo para sufrir, padecer enfermedades, desgarros en el alma, apetencias insatisfechas e incluso la muerte. Percatarnos de esto (si anida en nosotros un mínimo de sensibilidad) nos aporta abrasadoras responsabilidades que, hasta que exhalemos el último aliento, ya nunca nos abandonarán.
El poeta y filósofo alemán Friedrich Schiller afirmaba que "no es la carne ni la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres" y, cuando falla el corazón y la paternidad se reduce al acto biológico de engendrar un nuevo ser sin establecer con él cordiales vínculos de cariño, esa paternidad nada representa y para nada sirve. Por ello, aunque sea el azar el que se encarga de elegir por nosotros los hijos que tendremos, la sabia naturaleza suele crear en unos y en otros sólidos puentes de afecto paternofilial que, en gentes sin turbiedades en la mente, perduran de por vida.
Cuando la paternidad llega, nada hay tan impresionante como vernos con nuestro hijo o hija en los brazos. Nada hay como esa mezcla de orgullo y de miedo que nos pinza la entraña al escuchar su primer vagido, cuando le miramos mil veces con asombro y recorremos con cariño la mínima geografía de su cuerpo desnudo. En un momento así, tenemos la sensación de que nuestros días han dado un vuelco radical, ya que, en esa criatura que sostenemos emocionadamente, nos ofrece el destino la tarea más noble que podamos acometer. Y los horizontes se nos hacen infinitos. Y la ternura se nos agiganta. Y nos creemos con fuerzas para dominar el universo entero. Son euforias que se alternan con punzantes desazones y con temblores enroscados a los tuétanos, pues no existe un regalo tan valioso ni tan delicado, tan querido ni tan frágil, tan nuestro ni tan contingente como un hijo.