El aluvión de muerte y destrucción en Valencia ha puesto a un país demasiado ocupado en lo intangible y lo inmediato ante el espejo de sus propias ineficiencias e incapacidades. La realidad se ha impuesto en forma de cadáveres, que hoy son ya carnaza para la bronca política sin que ni siquiera las aguas hayan vuelto a su cauce. España necesita poder enterrar a sus muertos con dignidad; pero también realizar un profundo análisis sobre sus protocolos, que hoy parecen una habitación del pánico donde esconderse y eludir responsabilidades.
Aun comprendiendo la magnitud de las fuerzas de la naturaleza, es evidente que hay demasiadas cosas que no se han hecho bien. Es importante extraer de ello lecciones operativas: reformar leyes, elaborar protocolos más simples, mejorar la cooperación, reducir la discrecionalidad, contar con dotaciones suficientes e incidir en la comunicación y la educación de la sociedad. Sin embargo, 40 años después, sería oportuno un análisis sereno sobre las ineficiencias del Estado de las Autonomías sin que ello signifique una enmienda a la totalidad o una amenaza de vuelta atrás. En términos generales, el sistema ha sido un éxito, por ejemplo, en la extensión y fortalecimiento del Estado de Bienestar, pero adolece de eficacia en otras cuestiones, como la unidad de mercado, las garantías de igualdad de todos los españoles o - ahora se ha visto, aunque ya se pudo intuir durante la pandemia - a la hora de abordar grandes catástrofes o situaciones de emergencia que superen de facto los recursos de los territorios. Sin embargo, cualquier fortalecimiento de las competencias o capacidades del Gobierno central, sea cual sea su naturaleza, se encuentra con la oposición irracional e infantil de las formaciones nacionalistas periféricas que imponen su criterio, aunque se vean perjudicadas. El reciente episodio de sequía en Cataluña es un buen ejemplo.
Tan importante, como las lecciones operativas son las enseñanzas políticas. La polarización de la vida pública española y el cortoplacismo electoral que se ha instalado en nuestras elites con toda la fanfarria de las guerras culturales ha despegado la política de la realidad y ha sustituido el servicio a los ciudadanos por una amalgama de debates diletantes, fútiles e interesados; tan cargados de oportunismo como egoístas, y tan inútiles para el futuro como una carta a los Reyes Magos. El sistema político español tiene verdaderos problemas para leer la realidad en el terreno y así es muy complicado encontrar soluciones. La imposibilidad de plantear un proyecto de país a medio plazo nos lleva a confundir las prioridades y, generalmente, en la atenda pública no suelen estar las personas a pie de calle, que son mayoría, a quienes solo se tiene en cuenta unos días cuando aparecen muertas… a borbotones.