La provincia de Ávila, igual que el resto de provincias de nuestro país, mira compasivamente desde hace cuatro semanas al levante español. Y es que, el pasado 29 de octubre, fue uno de esos días en los que los dioses de todas las religiones dan la impresión de que se distraen, dejan de ocuparse de los humanos y permiten que los más crueles horrores se abatan sobre niños, ancianos, mujeres y hombres de cualquier condición. En aquella atroz jornada se citaron (principalmente sobre la Comunidad Valenciana) lo dantesco y lo desgarrador, lo que destruye vidas, convierte las horas en pesadillas y troncha ilusiones que tardarán en renacer, si es que renacen alguna vez. La televisión y las redes sociales se han encargado de difundir imágenes que nos han permitido, a quienes no protagonizamos ese infortunio, percibir un poco la tragedia brutal por la que atravesaron y siguen atravesando infinidad de compatriotas. Estoy seguro de que tales imágenes permanecen en la mente de mis lectores y no necesitan que, desde un breve artículo como éste, me entretenga en describir las violentas riadas de lodo que ahogaron a cientos de personas, hundieron hogares, aniquilaron negocios, desbarataron vías férreas y carreteras, transformando a su paso entrañables enseres familiares en desechable basura o reduciendo a chatarra miles y miles de vehículos.
A quienes solo fuimos compungidos espectadores de un desastre así, la maldita dana también nos zarandeó y nos obligó a reflexionar, pues hay adversidades que no dejan indiferente a nadie. La desgracia de la Comunidad Valenciana nos ha hecho ver una vez más la vileza y la grandeza humanas, ya que nos ha permitido conocer a innumerables voluntarios que, inmediatamente, salieron de por doquier en socorro de quienes necesitaban ayuda. Y, por el contrario, nos ha revelado que tampoco faltan repulsivos personajes que aprovechan el infinito desvalimiento por el que alguien atraviesa para rapiñarle y robarle cuanto pueden. Hemos conocido la solidaridad popular y la catadura miserable de ciertos dirigentes que, con el fin de recabar votos para sí y de satanizar a sus oponentes, utilizan incluso los muertos, el dolor y la desgracia echándose unos contra otros culpas y responsabilidades de una catástrofe sufrida por ciudadanos a los que ellos se deben por igual. Y por igual debieron dar urgente amparo a pobres infelices a los que el fango asfixiaba y que fallecían sin saber nada de protocolos oficiales ni de arbitrarios niveles de emergencia tras de los cuales ahora algunos se parapetan para justificar sus delitos de omisión. Son líderes que, en cualquier ocasión, hacen alarde de ineptitud y de carencia de ética. Parlotean, se exhiben, mienten y prometen no importa qué en un momento dado, pero, cuando el tiempo pasa, vuelven a lo suyo. Sólo a lo suyo. A sus mezquinos enredos de siempre.