Una imagen demoledora. Llena de emoción y a la vez un sostenido y plúmbeo desgarro. La sutileza del acunamiento. Entre brazos, inerme, amortajada la inocencia de los niños, por bombas o disparos que matan y rasgan toda ilusión, todo presente y futuro. Rompe, una foto donde no hay rostros. Solo el abrazo de unas lágrimas transparentes que envuelven un duelo robado de privacidad. Lloran y se desangran los poros de la piel de nuestras finas almas. Ya no hay tiempo para el cuerpo, para la vida, para la sonrisa, incluso el dolor. Solo una mano queda desnuda, el resto cubierto por el velo de la muerte. La mujer cabizbaja atrapa ese segundo último antes de la despedida de un pequeño cuerpecillo envuelto en su sudario. No hace falta otro argumento más poderoso que la imagen de la impotencia, del sinsentido, de la destrucción, de lo que es capaz el ser humano. Infligir muerte y dolor. La vieja historia impenitente del hombre convertido perennemente en lobo.
Ha ganado el premio World Press Photo de 2024. Algunos solo ven a una mujer, en este caso, una tía llamada Inas Abu Maamar, de 36 años, sollozando mientras sostiene el cuerpecillo envuelto en una sábana de Saly en la morgue del hospital. Otros ven la realidad de la guerra, de la atrocidad, la muerte sin piedad por bombas inteligentes y órdenes humanas que no sienten ni padecen. Es la encarnación del ojo por ojo. No importa que sean palestinos, israelís, españoles, etc., son seres humanos despedazados por el odio, la venganza, la crueldad infinitamente humana, la ira, la brutalidad en estado puro. Han sido miles y están siendo miles los niños que son asesinados desde que empezó la "guerra" en la Franja de Gaza, esa cárcel a cielo abierto desde hace muchos, demasiados años, los mismos donde el mundo niega y no acepta un estado, y donde los radicalismos y el fanatismo prende rápidas mechas entre espartos de pobreza, miseria, resignación y una situación que conscientemente se ha querido que esté así, sin resolución y ahora sin esperanza.
Fue un 17 de octubre. El fotógrafo Mohammed Salem captó icónicamente el testimonio que las guerras provocan cuando no se desean evitar. La muerte inocente. La que golpea a los más frágiles. Saly tenía solo cinco años. Y como ella miles de niños han perdido la vida. Y están sufriendo los que mal sobreviven el trauma del hambre, de la muerte, de las bombas, de un miedo atroz. Nadie hace nada por detener esta sangría. No interesa, se permite y deja hacer. Y los eufemismos ganan. Son los daños colaterales. Cuando pronto enfilaremos los 40.000 muertos y una destrucción total de viviendas, hogares, hospitales, escuelas, no vista ni en los peores momentos de las guerras. ¿Alguien en verdad espera que se construya la paz cuando esta no se desea realmente?
Duele el silencio que abraza la muerte enmudecida de esta foto. Rompe el alma las lagrimas detenidas de esa mujer a la que no vemos el rostro roto. Y que ni siquiera hoy sabemos si vive o no. Te traspasa el cinismo y el silencio abismal de occidente y de las que se dicen democracias y estados de derechos. Muerte y más muerte. Qué importa una foto o un premio si las conciencias son de piedra y metal. Inermes, sin nervio ni vida, ni sentimiento ni desgarro. No hay compasión. Solo destrucción en el umbral de martirios que nos remontan a lo más trágico de la derrota del ser humano. Y todo sigue. Negro. Desgarradoramente negro, mas sin negativos.