La Unión Europea acaba de decir que España será uno de los países que más crezca en 2024. En eso coinciden todos los organismos. A la cabeza de las principales economías de Europa. Todos los datos macroeconómicos van bien. España va bien.
Este domingo hemos celebrado la Jornada Mundial de los Pobres. Unas semanas antes, a mediados de octubre hay un Día de la Alimentación y, al siguiente, un Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Parece un sarcasmo. En el mundo hay más de 773 millones de personas que pasan hambre. En el mundo, tan lejos. Pero en España el 26,5 de la población se encuentra en situación de pobreza extrema y en riesgo de exclusión social, 240.000 más que hace un año. De acuerdo con los compromisos políticos adquiridos deberíamos estar en un máximo del 21 por ciento, que es un disparate, pero por el contrario, lo que aumenta es la desigualdad. Hay más ricos que nunca, que ganan o que tienen más que nunca, y más pobres parasitados por la pobreza. Con un Gobierno socialista. No se trata de estadísticas, sino de personas. No se trata de datos, es una realidad sangrante. Crece la vulnerabilidad y millones de personas son condenadas a los extrarradios de la vida, a vivir en condiciones indignas. Son invisibles para una sociedad que pasa sin mirar a esas personas, que se cruza de acera para no verlas. Hemos normalizado la desigualdad.
Las personas con carencia material y social severa son el 10 por ciento de la población española y esto afecta especialmente a las familias monoparentales, el ochenta por ciento sobre las espaldas de una mujer. Las mujeres cargan especialmente con el estigma de la pobreza: más cargas, sueldos más bajos, menores a cargo, violencia muchas veces* Casi dos millones de familias no pueden hacer frente a sus gastos básicos. La tasa de pobreza infantil se mantiene muy alta, en torno al 13 por ciento, con más un millón de niños, niñas y adolescentes en riesgo extremo. A los mayores pobres, a los que no les llega su pensión para pagar el alquiler, la comida, cada vez más cara, aunque baje la inflación, se les suma casi siempre el problema de la soledad.
Hablamos de sinhogarismo, cuando el acceso a la vivienda es un derecho constitucional y las políticas públicas de vivienda son la última preocupación real de los políticos, pese a toda la alharaca que montan. Hablamos de precariedad laboral y desempleo, en lugar de hablar de un trabajo digno. Hablamos de inseguridad alimentaria, como si comer fuera un privilegio, algo que afecta no sólo al estómago sino también al desarrollo de los niños y a la salud mental, cuando sobran alimentos y hay un derroche alimentario brutal. Hablamos de pobreza energética, un derecho que debería ser real para todos, porque sin electricidad no hay luz ni vida posible. El 34 por ciento de los hogares no pueden mantener su casa a una temperatura adecuada.
Acabamos de sufrir una enorme tragedia en la Comunidad Valenciana y algo menos en otras. Decenas de miles de familias lo han perdido todo: familiares, casas, empresas, trabajos* Son pobres de solemnidad. La gestión de la DANA ha sido desastrosa. El Gobierno ha reaccionado y ha comprometido ya casi 15.000 millones para la reconstrucción. Pero también ahí mienten los políticos. De esa riada de millones, la inmensa mayoría son créditos que los apaleados por la tragedia tendrán que devolver y aplazamientos de pagos, que los que lo han perdido todo tendrán que pagar aunque sea un poco más tarde. Y muchos autónomos que tienen que seguir cotizando aunque no puedan ingresar más. Muchos más que ya no tienen casa propia y no pueden alquilar otra porque no hay y porque no pueden pagarla. Ante esa tragedia, como ante la pobreza de los vulnerables, hay que actuar de forma urgente, justa y solidaria. Es un desafío moral. Como han hecho los voluntarios en Valencia, sin cuyo trabajo, todavía seguiría el lodo en las calles y el hambre en los estómagos. Los pobres y los excluidos no pueden seguir esperando siempre.