Adecentando el coche para poder ir de forma aparente a pasar la inspección que pasé a la primera y no es fácil en los tiempos que corren, me di cuenta como el que se da cuenta de repente de que respira que ya hay más luz por la noche. Y eso me puso una sonrisa en mi cara porque adoro la luz, adoro el sol y adoro la vida que ello conlleva. No voy a entrar en cuál es nuestra franja horaria o que si fue y será una decisión política o si se ahorra o no. Solo sé que en algo más de un mes se cambia la hora y estoy deseando que eso pase porque las tardes serán más tardes y aunque vienen meses duros de estudio y preparaciones (ya no queda nada, solo el último esfuerzo y los frutos recogidos os prometo que serán dulces) habrá más tiempo aunque el tiempo sea el mismo.
Porque el tiempo es el mismo. No el atmosférico, que no. Sino el constructo temporal, el invento para atrapar la vida. Aunque relativo es objetivo, si esto no hace estallar las cabezas a físicos y filósofos puristas.
Tuve que dejar aparcado el coche en el Atrio de San Isidro, en el Paseo del Rastro, rondando las diez de la mañana del pasado enero. Burocracia española. Que fue rápida y eficaz. Raro. Y tuve la ocasión de pasear por nuestras calles a horas en las que aún nuestros vecinos no se han despertado del todo. Y acabé en el jardín del Rastro. Y mirando atrás en el tiempo, ese que es objetivo y relativo, miré de frente a otro de mis bancos favoritos. De piedra. Pequeño. Frío. Y ahí sigue. Habéis reformado el parque, pero lo justo como para que no cambie su esencia (sí, seguimos teniendo pendiente San Francisco, ya hablaremos Alcalde). En ese banco miré al futuro y dije una de las frases que me acompañan cada día de mi vida. Sinceridad y confianza. En este banco no leí. Algo raro. En este banco hablé. Mucho. Y con muchas personas. Y observé. Mucho. A muchas personas. Intentando entender incluso lo que yo hacía porque no sabía por qué hacía lo que hacía. Obviamente, dejé de hacerlo. Me asomé en el presente y miré hacia abajo y vi el parking un día cubierto donde quedábamos. Ahora los coches quedan al amparo del frío con poco resguardo. Y vi un pequeño mirador cubierto y ahora me quedé ahí. Hacía sol. Pero no hacía calor. Aunque tampoco el frío de enero.
Y miré al frente. Y guardé un vídeo en el carrete ficticio de las montañas que te conté que siempre vi nevadas ahora sin nevar. Los pájaros cantaban y estábamos solos.
Y vino mi yo de 18, mi yo de 22 y junto a mi yo de 42 nos miramos las tres que somos, que fuimos y que seremos y apareció en nuestras caras la sonrisa que el sol de las tardes tardes nos provoca. Porque aunque con mucho encima, en el presente, en su futuro, cosas que ellas no pueden ni imaginar, estamos sentadas las tres en ese banco de piedra, pequeño y frío con la serenidad que te otorga la asunción de tus decisiones y la confianza en el futuro.