El 1 de enero de 1916 se publicó un artículo en el medio socialista Avanti! titulado Odio il Capodanno (esto es Odio el año nuevo). El autor (suele atribuirse a Antonio Gramsci, aunque el asunto no está claro, pues compartía la columna con otro autor y no firmaban) se quejaba de lo que él calificaba la «promesa burguesa del nuevo año». Aunque de fondo estaba otra cuestión (pues Italia acababa de entrar en la 1.ª Guerra Mundial, con todos los debates que eso había ocasionado en el socialismo), algunas de sus quejas siguen resonando hoy: Gramsci (o su compañero de columna) se queja de que esa ruptura o reset que se nos vende cada año nuevo como Oportunidad de Cambiar tu Vida tiene dos problemas intrínsecos: para empezar «Quiero que cada mañana sea para mí Año Nuevo», se queja el autor, que cada día sea una oportunidad para cambiar o rehacer mi vida, pero también para revaluar lo que se ha hecho hasta la fiesta. Reducir ese momento de rendirse cuentas a una misma a un momento específico del año (o dos, podríamos decir ahora: para algunas personas ese umbral de cambio no sucede el uno de enero, sino en la rentrée de septiembre) es un mero disfraz espiritual, una promesa vacía y ritualizada que generalmente solo se traduce en consumo, convenciones y balances de gastos (en qué gastamos el dinero el año pasado, cómo lo aprovecharemos mejor el siguiente).
Además, otro problema de esos «años nuevos de fecha fija» es que crean la ilusión, a la manera de la confesión católica, de que rompe la línea continua de la historia, tanto la Historia en mayúsculas como nuestra historia personal. La vida no es algo que se componga de bruscas paradas, dice Gramsci, sino que tiene una continuidad. Cambiar de año no nos hará mejores personas, no lavará nuestros pecados, no borrará el pasado. Si alguna de esas cosas es posible (tanto el cambio a mejor como la ruptura con los hábitos pasados), debe provenir de otro lugar que del calendario, de un movimiento interior que nos permita crear nuestras nuevas fechas y recuerdos.
Pensaba en las palabras de Gramsci cuando una de mis influencers favoritas publicó, como cada año nuevo y cada septiembre, su vídeo: The Big Reset. Change Everything (o algún título similar). Quizá me acordé más que en otras ocasiones porque su post de fin de año iba, fundamentalmente, de dinero: en otras ocasiones, supongo que en consonancia con su propia vida, sus consejos y evaluaciones versan sobre propósitos de salud (comer más sano, hacer deporte, nada inesperado), estilo de vida (minimalismo, madrugar o no hacerlo, leer o no leer ciertas cosas, manejo de redes sociales) o cuestiones más personales y difíciles de resumir aquí. Sin embargo, este año mi influencer de confianza estaba preocupada por el ahorro, y proponía a sus seguidores descargarse ciertas apps para contabilizar sus gastos, cómo gestionar objetivos económicos o cómo «premiarse» o «tener un objetivo» podían ayudar a hacer más efectivo el ahorro… sin que desapareciera, con el cambio de tema, la pompa cuidadosa y pseudomística que suele acompañar a todos sus vídeos de cambios vitales. Entonces me acordé de Gramsci y su Odio il Capodanno, más aún, me pregunté si en este caso solo era más evidente y ordinario algo que quizás ya había estado en todos los vídeos de Cambio de mi influencer de confianza; pues quizás apostar por cierto control en tu uso de redes sociales, ciertos modos de vida minimalistas (que nos piden que gastemos más de entrada en buenas prendas y tiremos todas nuestras prendas y objetos baratos) o ciertas formas de entrenar gracias a suscripciones en streaming para poder hacerlo cómodamente desde casa son, en el fondo, también medidas económicas, y, sobre todo, pobres sustitutos de un cambio espiritual profundo. ¿Cuántas personas conocemos que de verdad se hayan puesto en forma porque se han apuntado al gimnasio un 1 de enero, o que hayan aprendido francés, o dejado de fumar o limitado su tiempo de uso en Instagram gracias a una aplicación que se descargaron justamente ese mismo día? Diría que no tantas. En mi caso, todos los grandes movimientos espirituales que he acometido de verdad se han dado o bien de forma paulatina o bien de forma brusca, pero porque yo lo he decidido en cierto momento, sin posponerlo al año nuevo, como algo que debe hacerse ahora (véase: dejé de comprar cigarrillos un siete de diciembre, con lo tentador que habría sido dejarme tres semanas más de disfrute indulgente).
No obstante, mientras terminaba de ver el vídeo, como casi siempre, entré en la sección de comentarios (llena de personas que ponían sus propósitos de año nuevo, comentaban las preguntas que la autora había dejado caer en el vídeo o le agradecían cuán útiles les resultaban esta clase de vídeos cada septiembre y diciembre), pensé que Gramsci quizás se había equivocado en algo: aunque quizás en su utopía socialista ideal cada día podría ser Año Nuevo para cualquiera, lo cierto es que hoy en día ningún día es Año Nuevo para nadie. Los ritmos de trabajo, consumo y scroll infinito están tan asentados en nuestras cabezas que es difícil encontrar un momento para imaginar un mañana diferente o proponerte en serio hacer algo. En ese sentido, ¿no es beneficioso que, al menos durante dos veces al año, haya una suerte de necesidad colectiva de recomenzar y cambiar todo aquello que no nos gusta de nosotros mismos cuando miramos al espejo del pasado? Dentro de los rituales y las convenciones ¿es esta la peor?
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