No creo que nadie en su sano juicio eche de menos la antigua estación de autobuses de la ciudad. Por allí pasé muchas veces, de partida o de llegada, en mis años de estudiante universitario. Sin embargo, no hay nostalgia ni admiración arquitectónica. Ni siquiera es un edificio brutalista, con esas señas del racionalismo sesentero que dejó edificios señeros y que ahora se han puesto tan de moda. Hasta el cemento puede ser bello pasado un tiempo. Su cubierta, vista desde los jardines de San Antonio, parece una herrumbrosa bombonera que nadie quisiera abrir, no sea que dentro se hayan quedado los dientes postizos de la abuela. Es una especie de platillo volante de parque de atracciones de tercera. La vieja estación de autobuses de Ávila es nuestro Chernobyl y artísticamente responde a las etiquetas de mamotreto, de pegote, de incordio. Es cierto que las estaciones de autobuses o de coches de línea no gozaron jamás del romanticismo de las estaciones ferroviarias, con una buena selección de escenas literarias y cinematográficas. Despedirse desde el tren te da un toque Lawrence Olivier o David Niven mientras que despedirse desde el bus supone ser un Paco Martínez Soria. Ya en su momento, cuando era universitario y joven, aquella estación abulense era antigua y mortecina: fue una lástima que nunca se cometiera allí un asesinato, pues a la luz de los tubos fluorescentes y de aquellos avisos sonoros tan lastimeros con anuncio de coches que partían hacia Tolbaños o Monsalupe, un crimen supondría categoría y prestigio e inversión turística para el futuro: en el andén número cuatro se encontró el cadáver. Y en la consigna el cuchillo.
Hoy por hoy el crimen y el cadáver es la propia estación de autobuses. Andan estos días nuestros políticos locales enzarzados en una nueva polémica sobre el destino del edificio. La estrategia es la propia y habitual de nuestros representantes: agárrame el vaso que aquí va mi propuesta. Es la teoría política del quién da mas o quién lo dice más alto. Tenemos grupos municipales que piden que el feo edificio se convierta en parking; quien solicita el enésimo edificio municipal para asociaciones de vecinos, de perros y de diletantes; no faltará el que pida allí un nuevo centro cultural, por si teníamos poco con el Prado fantasma. Pero el edificio es viejo, tristón, como un parque de atracciones de los años de la tele en blanco y negro. A lo mejor eso no estaría mal: hacer de la estación un museo inmersivo, inclusivo y experiencial de los sesenta y los setenta, de la decadencia. Una risa.