Noviembre es la necesidad de abandonarse, dejar caer las lágrimas como hojas de otoño y asumir el letargo necesario; desertar de uno mismo para mirarse en la distancia, como se mira a un extraño.
Esta tierra de tan honda religiosidad que sigue guardando las fiestas, sobre todo las de guardar, ha cuidado con solícito esmero los ritos y solemnidades que acompasan el tiempo en los pueblos que al atardecer se visten de silencio. Casi siempre fue así.
Hace unos años, la señora Fridolina de Fontiveros nos contó que un vecino decidió aprovechar el día 1 de Noviembre para ir a por un "atao" de leña a los pinares del pueblo. Su mujer le previno de que no era de buen agüero trabajar en fecha tan señalada y que, si iba a recoger leña, algo malo podría pasar. El marido hizo caso omiso a estas advertencias. Entre tanto, la mujer tomó una jarra y se dirigió a la tinaja de vino que tenían en la cocina y que, en definitiva, eran las existencias de todo un año. Una jarra tras otra, compartidas con los vecinos, mermaron el contenido de la tinaja. Para disimular el estropicio, la mujer resolvió llenar la tinaja con piedras. Cuando llegó el marido y descubrió la fechoría, la mujer le recriminó diciendo: "Por ir a por leña el Día de los Santos, la tinaja de vino se ha vuelto cantos».
Desde los magníficos miradores de Narros de Saldueña, Constanzana y Sanchidrián, la llanura parda mira de reojo a san Martín, quien, cumpliendo con su rito, se ha llevado cerdos, puercos, cochinos, marranos, guarros y un sinfín de sinónimos que vienen a demostrar que, si de semejante porcino todo se aprovecha, también disfrutamos su nombre en suculentas formas.
Nos abandona este noviembre, sin embargo, desde lo umbrío, lo lúgubre, lo tenebroso; hace realidad aquellos paisajes sorianos que recrea Bécquer en "El monte de las ánimas", precisamente en un Día de Difuntos. Beatriz sigue deambulando en torno a la tumba de Alonso; y nosotros, sin brújula ni veleta, vagamos por este fango de farsas y artificios que osan pactar con la realidad. Tarea imposible cuando los remeros bregan desacompasadamente.
Oyendo cada uno el canto de sus sirenas, desoyendo a un mundo que agoniza por momentos, hemos alcanzado el dudoso honor de crear una generación de sordos; seres inanimados que hipotecan su fe en aras de himnos huecos y banderas raídas, y de unos líderes de cartón piedra que asisten a esta divina comedia como vulgares invitados, como si no fuera con ellos.
La Moraña también mira de reojo a este noviembre, como sacudiéndose el polvo y las vísceras por tanto desatino. En su castillo interior guardará para siempre la fidelidad a este título que reza en el escudo de Arévalo: "MUY HUMANITARIA".
Recordó el poeta, en un intento de prender algo de luz en medio de tanta penumbra, las palabras de C. Connolly: «Las hojas caídas que yacen sobre la hierba en el sol de noviembre traen más felicidad que los narcisos».
Y escribió:
Estas mañanas sin norte,
donde la lluvia se deja caer impenitente,
avivan los recuerdos de niñez,
cuando aprendimos a besar,
todavía en la torpeza de la hoja que cae
sobre el asfalto frío.