Es Miércoles de Ceniza pero no crean que pienso amargarles el dulce de los finiquitados carnavales. Alguno se dejó puesta la máscara y prolongó el baile más de lo posible. Pero me temo que el juego de las carnestolendas va a durar este año más allá de primavera y, si me apuran, pasado el verano. Este hay año elecciones y lo que para algunos será paso de procesión y expiación de unos pecados, para otros será juerga y resurrección de padre y muy señor mío. Quitando algunas excepciones, en España no hay buenos humoristas. No debe haberlos porque su oficio está bien consolidado en el gremio político. Madre mía, qué legislatura, qué sainete, qué rosario de desatinos y desventuras por aquí y por allá. Y eso que Gallardo aún no ha dado el do de pecho prometido. Y sesiones hay en Moncloa que parecen extrapoladas del club de la comedia.
Los actores de los Goya aspiran a políticos. Es lógico porque les están quitando el puesto. El actor solo dice cosas y el ministro, el diputado o concejal las hace, aunque sea a mandíbula batiente. Eso renta, como apostillan los millenials. Donde quiera poner a un humorista, ponga un político. Y nos quedamos tan anchos. Ya decía Umbral en los ochenta que los políticos están para el «tráfico de las cosas», entiéndase esto en el sentido amplio. Se transmuta una cosa por aquí, se pergeña un enredo por allá, se licita esto o se recalifica lo otro. Y si las mismas cosas vienen mal dadas, la culpa es del funcionario medio.
Uno de los libros más intensos de Javier Cercas es El impostor, la historia de aquel jubilado que con no poca caradura y mucha labia se hizo pasar por visitante de los campos de concentración. Me encantan esas historias de golfos y me entusiasman más las historias de los políticos a los que camelan los golfos. En la vecina Salamanca ha dado para mucha chanza el caso reciente de unos jeques que han prometido el oro y el moro. Desde las tretas de Lázaro de Tormes o Celestina no se vio mejor ejemplo de la picaresca. En nombre de la paz, con turbantes y chilabas, prometieron una ciudad paralela, una especie de construcción idílica al estilo residencial del show de Truman, con sus edificios de diseño y villas deportivas. Uno se pregunta quién querría vivir en un sitio tan anodino teniendo al lado la calle Libreros o la calle Compañía, pero a los políticos salmantinos el proyecto les deshizo una cincuentena de neuronas y la boca se les hizo agua.
Hoy Miércoles de Ceniza media corporación de Salamanca debería haber dimitido por semejante ridículo pero ya sabemos que el sentido de la expiación, del perdón y la disculpa no son cosas a las que se acostumbre en el mundo extraño de la política. Así que resta solo equipararlo al humorismo, porque en la cercana y querida Salamanca, el cuento se deshizo rápido, Cenicienta dejó su chilaba, el lobo mostró su patita y los petrodólares se convirtieron en humildes piedras de Villamayor. No estaría mal una película con premios Goya sobre semejante entuerto. Y no hay que reírse demasiado del vecino. Porque lo de Ávila y el Prado es ya el cuento de la lechera o una broma infinita parecida.