Mi querida abuela Manuela vivió cien años. Fue una de esas mujeres fuertes y decididas para su época y que, criada en una pequeña aldea de la sierra de Villafranca abulense -Murias o Las Marías-, se bandeó por la vida con la sabiduría de quien recibe una sapiencia ancestral que va aplicando en la vida. Tenía las venas de las manos muy oscuras y tan marcadas, que se hacía frecuentes cortes y heridas que sangraban. Ella se lavaba la herida, la taponaba con un pequeño trozo de papel que quedaba así adherido, y enseguida la dejaba al aire. Creía que una herida se curaba antes y mejor al aire y al sol, para disgusto de su hijo y padre mío que, imbuido por los conocimientos de su profesión -esa que entonces se llamaba practicante-, pensaba que había que taparla bien para que no la infectasen las bacterias.
El conocimiento científico a veces se nutre del saber popular –basado en la experiencia- y ahora ya hay enfermeros y doctoras que recomiendan dejar la herida al aire cuanto antes. Si hablamos de otras heridas, esas que han sido causadas por una experiencia traumática y dolorosa, hay quien dice que es mejor echar tierra encima, aunque esas heridas se pudran y se provoque una infección que al herido le llevará a tener que sobrevivir entre dolores que ha de soportar en silencio. Y el silencio impuesto por el miedo es otra secuela más, otra enfermedad más provocada por esa herida mal curada.
Las heridas emocionales se curan hablando, comunicando el dolor y sintiendo que los demás comparten ese dolor. Los familiares de las víctimas silenciadas de la guerra civil española no han podido socializar el dolor de la pérdida del padre, del abuelo, del hermano… Miles y miles de españoles y españolas han muerto en estas décadas sin poder hacer el duelo por sus seres queridos, sin saber dónde se encuentran sus restos, sin poder llevar unas flores a su sepultura, llorando puertas adentro de casa y sufriendo en sus carnes y en su alma el desprecio y la ofensa de muchos. Y si sabían donde reposaban sus cuerpos lo han tenido que callar, pues ser familiar de un rojo era ser sospechoso y había que aislarlo.
Ese tiempo está lejos, pareciera, pero aún están frescas las heridas de muchos de los descendientes de aquellas víctimas. Y ante ese dolor, ¿es humano decir que es "reabrir heridas" sacarlas a la luz y al aire para que se curen? ¿Dónde queda la compasión? Mario Benedetti, en su poema Desaparecidos escribe sobre los desaparecidos de la dictadura argentina: "Están en algún sitio / nube o tumba / están en algún sitio / estoy seguro / allá en el sur del alma / es posible que hayan extraviado la brújula / y hoy vaguen preguntando preguntando / dónde carajo queda el buen amor…
Recuerdo que, siendo yo adolescente y cuando vivía aún el dictador, mi abuela me contó en más de una ocasión que cuando la guerra escondió al tío Cachiporro para que no lo matasen. Este hombre trabajaba en la pequeña fábrica de luz arroyo arriba de donde la abuela tenía el molino harinero. Era un conocido izquierdista de la comarca que salvó así la vida, aunque tuvo que tirarse al monte por varios meses cuando las cosas se debieron de poner más feas. Mi abuela tenía unas ideas digamos que conservadoras en lo político, pero supo la importancia de los cuidados, de la protección de la vida de las personas por encima de las disputas políticas. Y mi abuela, que como dije sabía curar heridas, también sabía lo que era tener compasión.
Foto: Ana Jiménez (@ginger_ajm)