Javier Sánchez

A la legua

Javier Sánchez


A la legua

15/11/2024

Que un día le preguntó al maestro que qué era eso, y que don Julián le había dicho que era, más o menos, la distancia que una persona anda en una hora. Y que no le quedó claro pues dependería, pensaba él en su inocencia de siete años, de lo rápido o lento que uno caminara. Y que otro día, muchos años después, se lo confesaron cuando fue a Muñosancho a contar que por allí había pasado Colón, un señor que nadie sabe dónde nació, y también el Duque de Wellington. 
Que había oído hablar de los 'Cómicos de la lengua' pero que en realidad eran 'Cómicos de la legua', pícaros que iban de pueblo en pueblo con sus teatrillos y que tenían la obligación de asentarse a no más de una legua del lugar en el que actuaban. Y que ahí estaban el bululú, la gangarilla o la farándula.
Que había coincidido con el último cómico de la legua, que se llamaba Luis García Monjero, pero que todos le conocían como 'Luisito el de Pozáldez'; que rondaba por estos pueblos de La Moraña donde, a cambio de unas coplillas y unos bailes, le daban un currusco de pan y un torrezno. Y que iba de Fontiveros a Cisla, y luego a Mamblas, y luego a Villanueva del Aceral, y así hasta que, llegado el invierno, se recogía en su casa al pie de San Boal. 
También le habían hablado de una joven que vivía en Rágama; la llamaban 'La Italiana' y vestía pantalones y abrigo de cuero. Según cuentan, se dedicaba a conducir el ganado en algunos de estos pueblos. Y pensó que bien podría haber sido una 'Vaquera de la legua'. 
Otros, que no eran comediantes, también iban de pueblo en pueblo recitando sus poemas y dieron en llamarse 'Los poetas morañegos'; se reunían en la Alhóndiga de Arévalo allá por los años ochenta. Allí estaban Vitorio Canales, 'El pastor poeta' o 'El Miguel Hernández de La Moraña'; José Zurdo 'Pepillo', los maestros María Carmen Sanz y Julio Collado, el rapsoda Jesús Ángel Sanz 'Susi', 'El pintor de versos' Segundo Bragado y otros que se irán citando. 
Que es fácil transitar por esta tierra llana donde no hay más límite que el horizonte, y que también es muy fácil dibujarla. Bastaría con trazar la horizontal de la besana, como hacen los agricultores, y la vertical de la mística como hicieron Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Y que se podría añadir la diagonal del arado que, a fin de cuentas, es la que une ambas y dispone la tierra y el alma para el fruto.
Con estas y otras cavilaciones había reparado en lo que Adolfo Yáñez dice en Palabras que no lleva el viento: «Deberíamos saber conservar nuestros rasgos distintivos siempre que nos sirvan para enriquecer la cultura de todos».
Vino a darse cuenta, en fin, de que en las distancias cortas, en lo cotidiano, en la lumbre baja y en los poyos de la calle hay más historias que en toda la biblioteca nacional. Y escribió: «Es más cierto el vuelo del colibrí/ que todas las aeronaves,/ la burbuja del pez/ que todos los submarinos,/ la policromía de la flor/ que todas las pinacotecas».
Y que todo esto, por aquello de que las palabras vuelan, debería escribirse para que no quedara en el olvido. Porque hay cosas que no se ven, pero otras sí. A la legua.